Elena V
Elena recobró el conocimiento pleno cuando Ludovic retornó al cuadrado
húmedo y oscuro que era su prisión, taconeando, violento, con ritmo militar.
Por primera vez, podía distinguir bien el lugar en el que hallaba cautiva. Una
pobre lamparita colgaba del techo, desnuda, emitiendo una mortecina luz en el
pequeño cuarto; sus paredes estaban repletas de moho y caños rotos, algunos
azulejos colgaban del lado derecho marcando que allí había habido un baño
espacioso.
- ¿Cómoda? – la rodeó como una serpiente, un animal o un monstruo que
muestra sus colmillos y olfatea la sangre intentando percibir miedo en la
hembra prisionera, resistente a la pregunta provocativa. Se detuvo, la miró de
frente, irónico, burlón, cínico- ¿Cómo está la lujosa estadía? ¿Sabés que el
turismo ha crecido mucho estos últimos años en el país? ¡Mirá que excelente
habitación! ¿No, es cómoda? Lo mejor para los turistas.
Las palabras concluyeron en un denso y pesado escupitajo de Elena en
pleno rostro del alemán quien con odio, penetró, divertido y desafiante, en los
ojos de la mujer de expresión violenta y viril. Respiró hondo, como si meditase
su próximo acto muy concienzudamente. Entonces, furioso, le dio un cachetazo de
revés, de supremacía, disfrutando de tenerla atada como un animal indefenso.
- ¡Idiota!
Elena intentó erguirse luego del golpe que la había doblado a la
izquierda. Escupió sangre, quiso seguir manteniendo la mirada a Ludovic para
demostrar una valentía superior a la de cualquier hombre. Este reconoció el
desafío disfrutándolo.
- No te hagás la viva, tengo órdenes de matarte si nuestro infiltrado no
soluciona las cosas. Se te pudrió, vas a ser boleta. Están muertos, vos y todos
tus hombres, el indio y Esteban, bien muertos. Aunque no se soluciona o sí;
veras los cadáveres a tus pies sacrificados. El jefe está trabajando
activamente para arreglar sus asuntos por su cuenta. La pudrieron.
La furia contenida, los labios silenciosos deseando explotar. Elena no
podía gritar todo lo que hubiese deseado, sabía que su situación era totalmente
desventajosa. Nadie podía ayudarla. Sus brazos esposados. Sola, en el centro de
un cuarto casi vacío con tuberías de gas y agua exteriores, muertas, rotas.
Rotas, eso podría ser su salvación, pensó, si no la mataba ahora, podría luego
hacerse de uno de esos caños. Ludovic le tomó la pera con el pulgar y el índice
para sostener las desafiantes miradas.
- Sos fuerte. Pero ¿cuánto te puede durar este juego? ¿Cuánto? ¡Habla!
Elena despertó de sus maquinaciones, gritó fingiendo desesperación para
ver si el otro, gozando de su dolor, le daba tiempo para nuevas torturas y otra
oportunidad para intentar liberarse.
- ¡Qué mierda querés de mí, sorete! ¡Maté a Alberto, mandé a matar a Raúl
y relacioné todo con el pibe nuevo y nos van a matar! ¡Son unos hijos de mil
puta!
Ludovic, burlón y canallesco, sonrió ante la explosión de Elena. Mientras
se acariciaba el revés de la mano, le mostró los dientes.
- Un horrendo chiste del destino, ¿no? Tantos sacrificios y buenos
trabajos para nada, para que derive en la investigación de un policía de
Flores, un tal Molinedo, que los ha puesto en problemas. El tipo está
investigando profundo y eso no conviene. Tenemos que matarlos a todos. No deben
existir pruebas ni testigos de toda esta locura
- ¡Me traicionan! ¡La puta, soltame! – Elena rugía zamarreándose nerviosa
para moverse algunos centímetros hacia el tubo, el caño del gas, al tiempo que
Ludovic giraba. Se iba, la dejaba sola con la promesa de torturas.
Sorpresivamente, como un rayo, se dio vuelta para golpearla con el puño cerrado
en el estómago. Elena quedó sin aire y la cabeza colgando hacía adelante al
tiempo que el alemán la observaba abstraído escupir sangre en sus rodillas,
sonría ante esa brutal imagen.
Finalmente, el hombre repugnante se alejó y cerró la puerta. Elena, sola,
esposada, no encontraba respuestas a ese desquiciado infierno, no entendía por
qué el Big Fish había ingresado al juego, menos la determinación de liquidarlos
a todos porque un policía estuviese investigando, tampoco comprendía el envío
de ese loco para torturarla. Estaba perdida, en un juego, que no supo
controlar, que se le fue de las manos. Ella siempre había confiado en sí misma,
pero aquella peona que había sabido coronar ya no tenía caso. Esta situación
requería mucha fuerza y sentía que la estaba perdiendo. Sin embargo, había que
mantener la templanza, necesitaba evitar la muerte. Por lo tanto, lo único que
podía hacer era emprender la fuga peleando contra ese enfermo y sus lacayos.
Mapuche
III
De vuelta en la habitación, sucios,
cansados. El pibe herido, sangrando, piensa Mapuche, otra vez encerrado en
el baño donde un celular descansa, inútil, recién usado, en su mano. Oprimido
por la reclusión, la no respuesta de Elena, sino de otro hombre que le informó
que se encontraba bien pero que no podía atender, que le dijera dónde estaban.
Cortó luego de oír esa respuesta. ¿La tendrían atrapada? ¿Los habrían
localizado luego de esa llamada que hizo hace media hora? Al policía rubio lo
había perdido en el camino con facilidad. Encerrado con un herido como en una
trampa fatídica, Mapuche se tira del pelo con tristeza. Descubiertos, si no por
esos que podrían llegar a tener a Elena, sí por el policía gordo que tendría
que haber matado pero había preferido huir.
Se preocupa, nos tiene fichado la
cana. Sale de su introspección hacia el cuarto, con gazas y vendas, para
curarlo.
Esteban, con la pierna estirada y vendada, escarlata, rígida, mira, ya
sin la insolencia de horas atrás, ni con el miedo, con culpa, perdón y lástima,
frágil. Mapuche, sale del baño, no lo reconoce a primera vista, debe mirarlo
con atención para asegurarse de que en esa expresión, de espanto ante la
muerte, sobrevive una pizca de insolencia. Observa, en el espíritu del joven la
angustia de saberse cerca del fin, la resignación ante el absurdo de luchar
contra lo inevitable.
- ¿Alguna noticia de Elena?
- Sí y no, la llamé varias veces antes de que cometieses la locura de
exponerte tanto y no atendió. Cuando te dormiste, hace media hora, insistí y me
atendió un hombre del Big Fish, un tal Ludovic, dijo que Elena estaba bien,
pero que no podía atender. La tienen atrapada. Esto se está complicando
demasiado. Permitime.
Mapuche se acerca para cambiarle el vendaje de la pierna. En una mesa de
luz cercana hay un frasco con un líquido espeso verde, vegetal, del que ha
sacado una importante cantidad, con sus gruesos dedos, para calmar el dolor de
la pierna baleada. Con cuidado intenta desprender los pedazos de gaza y venda
sucias y olorosas. La carne está roja, no
se ve del todo mal, juzga Mapuche, mientras deja el frasco y coloca en un
poco de algodón el ungüento y comienza a esparcirlo sobre la herida.
- La herida mejora, no hay posibilidad de gangrena, en seis horas te paso
por tercera vez y vas a estar como nuevo.
Ring. Ring.
Irrumpe el teléfono de la habitación. Miran hacia la pequeña mesa oscura
donde se encuentra el aparato sonando, extrañados. Mapuche se levanta dudoso,
desconfiado y toma el tubo para frenar ese ruido insoportable que ha roto la
poca tranquilidad que tenía. Se acerca el auricular al oído y pega el micrófono
a sus labios. Dentro de sí hay una lucha interna entre el temor y la esperanza
en la que quiere mostrarle lo segundo a Esteban que lo observa impaciente.
Simula, en fin, la entereza interna y externa de la que carece.
- Hola… Sí… Sí…Bueno… Muchas gracias.
Mapuche cuelga, con cuidado, lento. Esteban mira, ansioso, temeroso.
- ¿Quién era, che?
- No sé, es raro. Alguien del Big Fish para ayudarnos, pero yo no les
pedí ni pizca de ayuda- contesta Mapuche acercándose a la puerta que da al
pasillo mientras saca de sus cintos una de sus hachas para defenderse.
- ¿Cómo saben que estamos acá?, ¿se los habrá dicho Elena?
- Lo dudo, quizás interceptaron mi llamada. Como sea, busca tu arma.
Mapuche apoya su espalda al costado de la puerta con el hacha en su mano
derecha, expectante. Esteban no puede ver desde la cama más que la puerta que
protege el indio, pero no a este. El miedo de una nueva amenaza, a él que se
sentía intocable, lo paraliza. No comprende la razón de buscar el arma. Nada tiene sentido, aunque vengan a
ayudarnos o matarnos, esto va a terminar mal, piensa al mismo tiempo que
intenta ordenarle a su mano temblorosa que se estiré en la incómoda posición en
que se halla para tomar su salvoconducto.
La tensión es enorme. Se dilata el tiempo, los nervios.
Extrañamente, en lugar de un golpe de llamado, suena un ruido de llave
entrando del otro lado, seguido por un portazo inesperado que se estrella,
fortísimo, contra el rostro de Mapuche al que Esteban ve volar de espaldas al
piso golpeando su cabeza contra el filo del tabique de la pared y caer sin
sentido. La cara sangrante del gigante derribado es tapada por una sombra que
ingresa a la habitación. Esteban se activa en la búsqueda de su arma pero no la
encuentra, putea a Dios y a la Virgen. La había dejado en el piso, debajo de la
cama, pero no llega ni a tocar a su Beretta. Puta trampa del destino. Escucha los pasos cercanos, sigilosos, la
mano tantea debajo de la cama, en la que está postrado. Por fin, roza el frío
acero con la punta de los dedos. Grita “Hijo de puta, quién carajo te creés.
Entrá acá y te mato” intentando, ridículo, parecer amenazante.
Sin embargo, la ilusión de amedrentarlo es muy lejana, pues los pasos se
acercan. Tiene que ser más rápido, debe poder tomar el arma y dispararle al
otro en la frente o el pecho; debe destruir la sombra que se aproxima, a ese
rostro cubierto por una media, con rasgos familiares a la luz, y rubio aparece
con un palo. Todo intento de defenderse parece inútil. El desconocido está más
cerca, su mano no saldrá nunca, ni veloz ni armada, de debajo de la cama, pues
el palo revienta su cabeza, dejándolo medio muerto, inconsciente en el mismo
lugar en que reposaba. Antes de perder por completo el conocimiento, escucha la
voz del que lo noqueó: “Ya son nuestros”.
Negro.
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