domingo, 31 de agosto de 2014

Sexta entrega


Elena V

Elena recobró el conocimiento pleno cuando Ludovic retornó al cuadrado húmedo y oscuro que era su prisión, taconeando, violento, con ritmo militar. Por primera vez, podía distinguir bien el lugar en el que hallaba cautiva. Una pobre lamparita colgaba del techo, desnuda, emitiendo una mortecina luz en el pequeño cuarto; sus paredes estaban repletas de moho y caños rotos, algunos azulejos colgaban del lado derecho marcando que allí había habido un baño espacioso.

- ¿Cómoda? – la rodeó como una serpiente, un animal o un monstruo que muestra sus colmillos y olfatea la sangre intentando percibir miedo en la hembra prisionera, resistente a la pregunta provocativa. Se detuvo, la miró de frente, irónico, burlón, cínico- ¿Cómo está la lujosa estadía? ¿Sabés que el turismo ha crecido mucho estos últimos años en el país? ¡Mirá que excelente habitación! ¿No, es cómoda? Lo mejor para los turistas.

Las palabras concluyeron en un denso y pesado escupitajo de Elena en pleno rostro del alemán quien con odio, penetró, divertido y desafiante, en los ojos de la mujer de expresión violenta y viril. Respiró hondo, como si meditase su próximo acto muy concienzudamente. Entonces, furioso, le dio un cachetazo de revés, de supremacía, disfrutando de tenerla atada como un animal indefenso.

- ¡Idiota!

Elena intentó erguirse luego del golpe que la había doblado a la izquierda. Escupió sangre, quiso seguir manteniendo la mirada a Ludovic para demostrar una valentía superior a la de cualquier hombre. Este reconoció el desafío disfrutándolo.

- No te hagás la viva, tengo órdenes de matarte si nuestro infiltrado no soluciona las cosas. Se te pudrió, vas a ser boleta. Están muertos, vos y todos tus hombres, el indio y Esteban, bien muertos. Aunque no se soluciona o sí; veras los cadáveres a tus pies sacrificados. El jefe está trabajando activamente para arreglar sus asuntos por su cuenta. La pudrieron.

La furia contenida, los labios silenciosos deseando explotar. Elena no podía gritar todo lo que hubiese deseado, sabía que su situación era totalmente desventajosa. Nadie podía ayudarla. Sus brazos esposados. Sola, en el centro de un cuarto casi vacío con tuberías de gas y agua exteriores, muertas, rotas. Rotas, eso podría ser su salvación, pensó, si no la mataba ahora, podría luego hacerse de uno de esos caños. Ludovic le tomó la pera con el pulgar y el índice para sostener las desafiantes miradas.

- Sos fuerte. Pero ¿cuánto te puede durar este juego? ¿Cuánto? ¡Habla!

Elena despertó de sus maquinaciones, gritó fingiendo desesperación para ver si el otro, gozando de su dolor, le daba tiempo para nuevas torturas y otra oportunidad para intentar liberarse.

- ¡Qué mierda querés de mí, sorete! ¡Maté a Alberto, mandé a matar a Raúl y relacioné todo con el pibe nuevo y nos van a matar! ¡Son unos hijos de mil puta!

Ludovic, burlón y canallesco, sonrió ante la explosión de Elena. Mientras se acariciaba el revés de la mano, le mostró los dientes.

- Un horrendo chiste del destino, ¿no? Tantos sacrificios y buenos trabajos para nada, para que derive en la investigación de un policía de Flores, un tal Molinedo, que los ha puesto en problemas. El tipo está investigando profundo y eso no conviene. Tenemos que matarlos a todos. No deben existir pruebas ni testigos de toda esta locura

- ¡Me traicionan! ¡La puta, soltame! – Elena rugía zamarreándose nerviosa para moverse algunos centímetros hacia el tubo, el caño del gas, al tiempo que Ludovic giraba. Se iba, la dejaba sola con la promesa de torturas. Sorpresivamente, como un rayo, se dio vuelta para golpearla con el puño cerrado en el estómago. Elena quedó sin aire y la cabeza colgando hacía adelante al tiempo que el alemán la observaba abstraído escupir sangre en sus rodillas, sonría ante esa brutal imagen.

Finalmente, el hombre repugnante se alejó y cerró la puerta. Elena, sola, esposada, no encontraba respuestas a ese desquiciado infierno, no entendía por qué el Big Fish había ingresado al juego, menos la determinación de liquidarlos a todos porque un policía estuviese investigando, tampoco comprendía el envío de ese loco para torturarla. Estaba perdida, en un juego, que no supo controlar, que se le fue de las manos. Ella siempre había confiado en sí misma, pero aquella peona que había sabido coronar ya no tenía caso. Esta situación requería mucha fuerza y sentía que la estaba perdiendo. Sin embargo, había que mantener la templanza, necesitaba evitar la muerte. Por lo tanto, lo único que podía hacer era emprender la fuga peleando contra ese enfermo y sus lacayos.

Mapuche III

De vuelta en la habitación, sucios, cansados. El pibe herido, sangrando, piensa Mapuche, otra vez encerrado en el baño donde un celular descansa, inútil, recién usado, en su mano. Oprimido por la reclusión, la no respuesta de Elena, sino de otro hombre que le informó que se encontraba bien pero que no podía atender, que le dijera dónde estaban. Cortó luego de oír esa respuesta. ¿La tendrían atrapada? ¿Los habrían localizado luego de esa llamada que hizo hace media hora? Al policía rubio lo había perdido en el camino con facilidad. Encerrado con un herido como en una trampa fatídica, Mapuche se tira del pelo con tristeza. Descubiertos, si no por esos que podrían llegar a tener a Elena, sí por el policía gordo que tendría que haber matado pero había preferido huir.  Se preocupa, nos tiene fichado la cana. Sale de su introspección hacia el cuarto, con gazas y vendas, para curarlo.

Esteban, con la pierna estirada y vendada, escarlata, rígida, mira, ya sin la insolencia de horas atrás, ni con el miedo, con culpa, perdón y lástima, frágil. Mapuche, sale del baño, no lo reconoce a primera vista, debe mirarlo con atención para asegurarse de que en esa expresión, de espanto ante la muerte, sobrevive una pizca de insolencia. Observa, en el espíritu del joven la angustia de saberse cerca del fin, la resignación ante el absurdo de luchar contra lo inevitable.

- ¿Alguna noticia de Elena?

- Sí y no, la llamé varias veces antes de que cometieses la locura de exponerte tanto y no atendió. Cuando te dormiste, hace media hora, insistí y me atendió un hombre del Big Fish, un tal Ludovic, dijo que Elena estaba bien, pero que no podía atender. La tienen atrapada. Esto se está complicando demasiado. Permitime.

Mapuche se acerca para cambiarle el vendaje de la pierna. En una mesa de luz cercana hay un frasco con un líquido espeso verde, vegetal, del que ha sacado una importante cantidad, con sus gruesos dedos, para calmar el dolor de la pierna baleada. Con cuidado intenta desprender los pedazos de gaza y venda sucias y olorosas. La carne está roja, no se ve del todo mal, juzga Mapuche, mientras deja el frasco y coloca en un poco de algodón el ungüento y comienza a esparcirlo sobre la herida.

- La herida mejora, no hay posibilidad de gangrena, en seis horas te paso por tercera vez y vas a estar como nuevo.

Ring. Ring.

Irrumpe el teléfono de la habitación. Miran hacia la pequeña mesa oscura donde se encuentra el aparato sonando, extrañados. Mapuche se levanta dudoso, desconfiado y toma el tubo para frenar ese ruido insoportable que ha roto la poca tranquilidad que tenía. Se acerca el auricular al oído y pega el micrófono a sus labios. Dentro de sí hay una lucha interna entre el temor y la esperanza en la que quiere mostrarle lo segundo a Esteban que lo observa impaciente. Simula, en fin, la entereza interna y externa de la que carece.

- Hola… Sí… Sí…Bueno… Muchas gracias.

Mapuche cuelga, con cuidado, lento. Esteban mira, ansioso, temeroso.

- ¿Quién era, che?

- No sé, es raro. Alguien del Big Fish para ayudarnos, pero yo no les pedí ni pizca de ayuda- contesta Mapuche acercándose a la puerta que da al pasillo mientras saca de sus cintos una de sus hachas para defenderse.

- ¿Cómo saben que estamos acá?, ¿se los habrá dicho Elena?

- Lo dudo, quizás interceptaron mi llamada. Como sea, busca tu arma.

Mapuche apoya su espalda al costado de la puerta con el hacha en su mano derecha, expectante. Esteban no puede ver desde la cama más que la puerta que protege el indio, pero no a este. El miedo de una nueva amenaza, a él que se sentía intocable, lo paraliza. No comprende la razón de buscar el arma. Nada tiene sentido, aunque vengan a ayudarnos o matarnos, esto va a terminar mal, piensa al mismo tiempo que intenta ordenarle a su mano temblorosa que se estiré en la incómoda posición en que se halla para tomar su salvoconducto. 

La tensión es enorme. Se dilata el tiempo, los nervios.

Extrañamente, en lugar de un golpe de llamado, suena un ruido de llave entrando del otro lado, seguido por un portazo inesperado que se estrella, fortísimo, contra el rostro de Mapuche al que Esteban ve volar de espaldas al piso golpeando su cabeza contra el filo del tabique de la pared y caer sin sentido. La cara sangrante del gigante derribado es tapada por una sombra que ingresa a la habitación. Esteban se activa en la búsqueda de su arma pero no la encuentra, putea a Dios y a la Virgen. La había dejado en el piso, debajo de la cama, pero no llega ni a tocar a su Beretta. Puta trampa del destino. Escucha los pasos cercanos, sigilosos, la mano tantea debajo de la cama, en la que está postrado. Por fin, roza el frío acero con la punta de los dedos. Grita “Hijo de puta, quién carajo te creés. Entrá acá y te mato” intentando, ridículo, parecer amenazante.

Sin embargo, la ilusión de amedrentarlo es muy lejana, pues los pasos se acercan. Tiene que ser más rápido, debe poder tomar el arma y dispararle al otro en la frente o el pecho; debe destruir la sombra que se aproxima, a ese rostro cubierto por una media, con rasgos familiares a la luz, y rubio aparece con un palo. Todo intento de defenderse parece inútil. El desconocido está más cerca, su mano no saldrá nunca, ni veloz ni armada, de debajo de la cama, pues el palo revienta su cabeza, dejándolo medio muerto, inconsciente en el mismo lugar en que reposaba. Antes de perder por completo el conocimiento, escucha la voz del que lo noqueó: “Ya son nuestros”.


Negro.

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