Molinedo V
Solitario siente recaer sobre él los minutos y las
horas que pasan y pasaron como una enorme piedra que lo aplasta en su oscura
oficina. Si bien siente aún el sin sabor de la discusión con Felipe, no puede
dejar de pensar en que en poco tiempo estarán los medios en la seccional para
escuchar su descubrimiento, para informar sobre una banda de sicarios en donde
uno de sus integrantes fue el ejecutor del crimen de los militares que lo
hundió en las tinieblas donde está encerrado. Se obsesiona con el sueño de
redención, con las ansias de justicia.
De golpe la soledad es rota por la intromisión, sin
anuncio, intempestiva, furiosa del Jefe de la seccional, el señor Altagracia.
Molinedo lo mira y siente ver un ser marino inmenso de un metro ochenta, gordo
y fornido, con traje blanco. Se va acercando con pasos que suenan como truenos,
mostrando los dientes, desafiando con la mirada. Entre ellos existe un antiguo
odio y Molinedo no se sorprende por ese alboroto y solo atina a observarlo en
silencio. Calmo, estudia, primero, su mirada y, luego, se pierde en las grandes
manos con anillo dorados que se cierran en puños amenazadores golpeando al
unísono la mesa.
- ¡Molinedo y la concha de tu madre! ¡Qué mierda es
todo este quilombo que armaste en menos de un día! ¡Van a venir los medios del
gobierno! ¡Esto es una comisaria o un circo! ¡Explicame!
Francisco responde con pasividad y silencio, sin
entender la explosión de esa voz gutural que escuchó en diferentes idiomas y
siempre con la misma violencia. Altagracia, con un gesto teatral, suspira y
muta, instantáneamente, su expresión de furia por otra de amistad. Molinedo
queda sorprendido al ver esa actitud bipolar en el otro que saca una cigarrera
con puros importados lo que le hace recordar varías escenas de policiales
negros estadounidenses. Una sonrisa sarcástica se refleja en su rostro. Pone un
puro entre sus finos y estrechos labios, extiende otro para Molinedo, para que
lo imite mientras se sentaba el otro frente a él, falsamente amigable.
- Uno no puede negarse a un buen habano, ¿no,
Molinedo? Disculpá la locura pero quiero una explicación.
- Mire, vamos por partes, desde ayer a la noche todo
se convirtió en un infierno. Creo que habré dormido menos de dos horas. Pero
antes vi dos fiambres de la mafia en menos de una hora. Hoy perseguí a otro y
me noquearon. - Altagracia le presta una atención burlona, mientras larga un
humo espeso que no le permite a Molinedo mirarlo a los ojos. – En eso descubrí,
señor, Altagracia que uno de los hombres estaba relacionado con el caso que no
pude resolver hace veintidós años. Al año usted fue asignado Jefe de esta
seccional para siempre a pesar de sus constantes ausencias
Altagracia borra la burla y saca el habano con un
gesto brusco.
- Mire, las pelotas. Todo lo que dijiste me importan
dos huevos. ¿Sí? – La expresión de calma vuelve a desaparecer, otra vez, es una
enorme bestia acuática que devoraría a la princesa ofrecida en sacrificio.- No
quiero a los medios acá y no van a estar. Ya mandé a Pérez a que cancele todo porque que llamaron
para venir en una hora. Ya los mandó la concha de la lora. No quiero a ningún
periodista, me entiende, no quiero quilombo porque ya hay bastante.
- Disculpe, jefe, pero se está equivocando en los
modos. Yo no soy ese pendejo de mierda que me puso para que me hable así. Tengo
los mismos años que usted acá, o más. Acepté quedarme en este purgatorio
pagando mi pena por el fracaso, pero me puedo redimir y eso no puede quitármelo.
Llamé a los medios para que podamos encontrar más rápido…
La lengua de Altagracia recorre los labios, sedienta y
desafiante, le gusta el papel que está interpretando, la actitud del otro que
propone el juego.
- Le dije que me chupa dos huevos lo que te guste
encontrar. ¿Qué tenés que decirme del pibe? ¿Dónde está? No lo veo hace rato en
la seccional.
- Se rajó, lo eché. Me trató de borracho, me humilló.
Hace horas que desconozco su paradero y, como dice, me chupa un huevo.
Altagracia vuelve a explotar escupiendo el puro
encendido sobre los expedientes que están sobre la mesa de vidrio. Parado ya,
echa un vistazo a las grandes cajas traídas por Felipe, luego mira hacia la
puerta para asegurarse de que esté cerrada. Entonces, se vuelve hacia Molinedo
y saca del estuche su nueve milímetros y la apoya, estirando el brazo, en la
frente.
- ¡Así que al señor le chupan un huevo lo que le
impongo! ¡Pero quién mierda te creés, detectivucho! A Felipe Ferreira no lo
puse de caprichoso bajo tu cargo. Tampoco para que lo juzgues. Más te vale que
vuelva. ¿Entendés?– los ojos rojos de Altagracia se clavan en los blancos y pequeños
de Molinedo que se dilatan sin comprender la máscara violenta que lo enfrenta
que le demuestra el dominio y la presión sobre el juego.- Y olvidate de todo
esto, mañana te sale el pase para Provincia– pasa la palma libre sobre sus ojos
de abajo hacia arriba como sacándose una careta para dar paso a otra más
amenazadora.- Qué paradoja, tus trabajos geniales siempre tienen la mala suerte
de apuntar demasiado alto y culminar en un gran fracaso. ¿Sos boludo o te
hacés? ¿No aprendiste nada en estos tantos años de los que te engalanas?
Molinedo, ofendido y envalentonado, luego de ese
último insulto y de que Altagracia saque el arma de su frente, sostiene su
mirada.
- A mí me respeta cuando me habla.
La respuesta del otro se concreta en unos pasos
veloces alrededor del escritorio para ponerse, cuerpo a cuerpo, frente a
Molinedo para tomarlo de las solapas de la camisa y meterle el metal helado de
su arma en la boca. La velocidad fue sorprendente. Molinedo no pudo reaccionar
ni soltarse de sus manos. Francisco siente que todo está perdido. Recuerda los
años de dictadura en que la Triple A
apadrinada por el Estado funcionaba en cada cuartel para amedrentar policías
que no colaboraban con “el bien del país”. El miedo a que se den cuenta de que
él era de esos era enorme en esa época y, por suerte, pudo estar por fuera de
toda esa violencia. Sin embargo, algunos se avivaron de ese germen que tenía
como este Jefe y buscaron sofocarlo y no dejarlo crecer.
- Ya te dije que respeto un huevo. Me averiguas dónde
está el pibe y lo vas a buscar. Si no, sos boleta. –Su rostro se torna amonestador.-
Sus investigaciones apuntan demasiado alto ¿no se da cuenta? Recibimos órdenes
de tapar el asunto. Deje de hurgar en la mierda, de hacerse el héroe, lo digo
por su bien. Hay plata por su silencio.
- ¡No quiero plata! ¡No quiero callar, quiero la
verdad! ¡Quiero poder despertarme mañana y sentir que lo que hice tiro para el
lado de la justicia, de los buenos!
Altagracia retoma su pose burlesca al reconocer en
Molinedo un patético rival y desliza un tono tierno y ambiguo en sus palabras.
- Te gusta imaginar un mundo justo, en el que hasta
los poderosos paguen sus culpas, sos tan ingenuo. Buscá al pibe y le pedís
perdón por lo que le dijiste, infeliz. Si no aparece, mañana, no tenés ningún
traslado. Marche preso. Con nosotros no se jode.
El Jefe da media vuelta, pisa firme y se retira.
Molinedo lo observaba con silencioso terror y odio. Toma el radio para
comunicarse con Felipe que, por suerte, le responde, al instante, que encontró
al joven que escapó y al que lo golpeó en la calle. Le pide que vaya a una fábrica abandonada en La Boca: solo.
Anota en un papel, la dirección que le dice. Se
levanta y, veloz, se pone su gabardina, tantea la petaca en el bolsillo, se
pone su sombrero y, como en los viejos tiempos, sale de su oficina con alegría
y el revólver a mano ignorando a los compañeros que lo miran, asombrados y
despectivos, avanzar por el pasillo y dirigirse al patrullero.
Elena VI
La táctica para escapar ya estaba armada en su cabeza,
ahora, dependía de su buena actuación y de una certera ejecución de movimientos
para que no hubiese margen de error. Era consciente de que no estaba rodeada de
perdonavidas, sino de torturadores, asesinos profesionales y sádicos. Aún así
no era conveniente seguir ni una hora más allí, pues el tiempo corría
vertiginoso y quería evitar la muerte. Por eso, tenía que aprovechar el caño
que estaba en su poder. Lo había arrancado de la pared lastimando sus muñecas
con las esposas. Ese hierro frío, escondido detrás de la pata de la silla, se
convertía en su esperanza y en la herramienta para ejecutar su plan de huída.
Entonces, tomando aire para comenzar, escondió sus manos detrás de su espalda
como si aún siguiese prisionera y dio inicio a la actuación pateando hacia la
puerta un balde vacío con una esponja dentro.
- ¡Quiero agua, tengo sed, quiero agua!
Los guardias, que del otro lado de la puerta jugaban
al truco, gruñeron tediosos ante la interrupción de la hembra atada y golpeada.
Se sonrieron, dejaron las cartas sobre la mesa y el menos grandote, un metro
noventa, espalda de heladera, buscó las llaves para abrir el cuarto y atenderla
como se merecía. Metió la llave y empujó la puerta, dándole paso, primero, al
otro, un moreno de dos metros diez, brazos fibrosos y musculosos. Esta era la
comitiva encargada de su cuidado hasta que Ludovic se cansara y la fuese
nuevamente a visitar para continuar con el suplicio o darle, por fin, el tiro
de gracia.
Elena estudió cada paso del moreno que se acercaba
para levantar el balde que estaba cerca de ella y la esponja. Eran hombres
duros que una persona cualquiera no enfrentaría jamás. Pero cansada, lastimada
y esposada como estaba sabía que debería hacerlo, pero la angustió no sentirse
cien por ciento segura de la victoria.
El moreno llenó el balde con agua de una canilla que
había en la pared derecha, cerca del sitio de donde Elena sacó el caño. El
hombre que ya había hecho ese proceso hace unas horas, miró desde su lugar
extrañado a Elena y después a su compañero.
- Che, la yegua se movió de lugar, ¿no estaba más
cerca de la canilla?
El de espaldas de heladera estudio a Elena que bajó la
cabeza, luego volvió hacia el moreno, sonrió y, finalmente, volvió su rostro de
nuevo hacia Elena, deseoso, pervertido.
- ¿Así que tenés sed?
El moreno, confiado, fue el primero en cometer el
error de acercarse desconociendo que aunque cansada y esposada Elena no era una
persona común. Cuando se aproximó a menos de un metro, su rostro fue reventado
por el caño que Elena sacó de atrás de la silla con un movimiento velocísimo
que no le dio tiempo de reaccionar al hombre que caía casi muerto en el piso.
El grandote, sorprendido, observaba a la fiera femenina agazapada, que había
salido fácil de su trampa con una energía inexplicable. Esa mujer que hace unos
segundos había sido una simple cautiva se transformó, repentinamente, en una
amazona con un fierro ensangrentado asido con sus dos manos como un bate de
béisbol amenazando partirle la cara al moreno que dudaba en acercarse.
Desesperado a causa de que una mujer percibiese su
temor, el moreno se arrojó, al tiempo que sacaba un cuchillo enorme de la funda
de su cinturón, hacia Elena que se defendió de la terrible puñalada al pecho
arrojando el caño, corriéndose a la derecha y atrapándole el brazo con la cadena
de las esposas. Apresándolo de esa manera, giró la punta del cuchillo hacia el
rostro del otro hasta clavárselo en los ojos provocando una explosión de sangre
que le bañó las manos.
Sosteniendo aún al moreno que movía los brazos
desesperado y gritaba como loco, oyó un disparo que atravesó el cuerpo del
colgado y pasó por el flanco derecho de ella. El cuerpo del moreno cayó muerto.
Elena descubrió, en la puerta, con una pistola humeante, a Ludovic que se
apoyaba contra el umbral con rostro de pocos amigos, de odio y admiración. Se
podía descubrir en las facciones del alemán, a quien reconoce que su rival es
capaz de evitar la muerte y matarlo. Sin embargo, sonríe al ver que Elena se
agitaba, destruida y que la ventaja física jugaba a su favor mientras que, por
otro lado, ella soñaba con un milagro.
- Te subestimé, lo acepto. Deseaba verte en acción
antes de que mueras como tus amigos de Buenos Aires. Ahora nos toca jugar. Y
como soy magnánimo y caballero y no me gusta sacar ventajas– el hombre calvo
con la esvástica en su frente metió su mano en el bolsillo y sacó la pequeña
llave de las esposas.- Tomá, sacate eso, así nos divertimos más y parejo.
Elena sabía que esa llave que surcaba el aire entre
ella y Ludovic era la esperanza que había deseado, que el abrir las esposas que
la habían postrado horas atrás en la silla rota a causa del golpe provocado por
el salto de su liberación. Al caer las esposas ruidosamente y poner sus brazos
al costado de su cuerpo, supo que todo volvía a depender de ella a pesar del
cansancio, las heridas y los dolores. Vio al otro muy confiado, lo que la hizo
pensar en que si se descuidaba podía destrozarlo como a los dos inútiles
guardias.
- Pero, Elena, antes de pelear quiero intimidad.
El arma, que apuntaba a la mujer, se dirigió al
guardia gigante que aún se retorcía de dolor tomándose la cara a causa del
golpe que Elena le había dado con el caño. Ludovic, sin titubear, abrió fuego
sobre el hombre sangrante, asesinándolo, con una sonrisa de goce.
Al fin, estaban solos, con los muertos. El sádico
alemán y la fiera desarmada con los brazos caídos a los lados, livianos.
Ludovic la miró atento, pasó la lengua por sus labios, en dos veloces vueltas,
como una serpiente. Ante la estupefacción de Elena, arrojó su nueve milímetros
fuera de la habitación y sacó de su cinturón un enorme cuchillo de guerra
teñido de sangre antigua.
- Sacá el cuchillo del muerto. ¿Qué te parece un duelo?
El alemán no necesitó respuesta verbal, la amazona se
abalanzó hacia el cadáver, sacó el cuchillo y se arrojó con un cuchillazo de
arriba hacia abajo buscando el vientre del alemán.
El hierro rozó el pecho de Ludovic que lo esquivó,
veloz, saltando hacia atrás. En ese mismo movimiento, Ludovic la golpeó con el
mango del cuchillo en la panza provocando que Elena cayera, sin aire, al suelo,
escupiendo un hilo de sangre. Él la rodeaba al ritmo de un boxeador, mientras
ella, agotada, vencida, intentaba recuperar aire, arrodillada en el piso,
escupiendo, por tercera vez en el día, sangre.
- Estás cansada, con pocos reflejos.
Sin dejarse amedrentar por la burla y el provocación
del otro, se volvió a arrojar para atacarlo y recibió un corte profundo en el
brazo derecho cerca del hombro que manchó el rostro de Ludovic. El dolor fue
terrible y este, ciego de sangre, irrumpió en una brutal carcajada, desesperada
y victoriosa. Tomó el brazo sangrante de la mujer, clavando los dedos en la
reciente herida, la empujó, brutal, contra la pared, haciéndola chocar de
frente. Se puso detrás de ella apoyando una rodilla en la espalda y agarrándola
de la cabeza la hizo chocar, repetidas veces, la cara contra la pared.
El rostro de Elena se desfiguraba de dolor y la
sangre, si dejaba que se produjesen unos golpes más podría darse por muerta. Entonces
se encendió su capacidad de análisis y pudo notar que el otro la estaba
impulsando contra la pared sin mirar, medio ciego por la sangre y la confianza
de su victoria anticipada.
- No sabés con quién te metiste. Me encarcelaron en
los ochenta por haber torturado subversivos en el Proceso. Fui liberado por
indulto y contratado por el Big Fish. Soy su hombre. Vos sos una asesinucha y
por eso te toca el revote, morir,
hasta que reviente tu cabeza a golpes.
Era el momento, Ludovic estaba ciego de soberbia,
Elena debía jugar su última carta, su esperanza. En fracciones de segundos,
hizo la mayor cantidad de movimientos que jamás había coordinado, excitados,
sin duda, por el instinto de supervivencia y una alta adrenalina. Hizo fuerza
con su cuerpo para dejarse caer, soltándose de la mano de Ludovic y frenando el
impulso del choque contra la pared. Ludovic quiso volver a atraparla, pero
Elena se zafó nuevamente, tirándole un puñetazo en el estómago que le hizo
soltar el cuchillo. Ludovic se recuperó rápido del ataque y atrapó las muñecas
de Elena apoyándola en cruz contra la pared. Fue entonces que los ojos de ella
brillaron y se arrojó hacia el cuello de él, con un leve balanceo hacia
adelante, para morder con furia la yugular de Ludovic, que explotó dentro de la
boca de Elena que tragó y vómito sangre del hombre que caía muerto a sus pies
dejándola sola y libre.
Tal vez estoy
loca. Pero hay algo en mí que ama la muerte. A veces creo que la muerte soy yo
misma, envuelta en una mortaja escarlata, flotando en la noche. Me veo hermosa
entonces, citó de memoria, en silencio, Elena en el centro de la
habitación, dentro de un charco de sangre, rodeada por tres muertos, los ojos
clavados en el techo, la boca chorreando, su brazo herido, su sed de volver.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario