domingo, 7 de septiembre de 2014

Séptima entrega

Molinedo V


Solitario siente recaer sobre él los minutos y las horas que pasan y pasaron como una enorme piedra que lo aplasta en su oscura oficina. Si bien siente aún el sin sabor de la discusión con Felipe, no puede dejar de pensar en que en poco tiempo estarán los medios en la seccional para escuchar su descubrimiento, para informar sobre una banda de sicarios en donde uno de sus integrantes fue el ejecutor del crimen de los militares que lo hundió en las tinieblas donde está encerrado. Se obsesiona con el sueño de redención, con las ansias de justicia.

De golpe la soledad es rota por la intromisión, sin anuncio, intempestiva, furiosa del Jefe de la seccional, el señor Altagracia. Molinedo lo mira y siente ver un ser marino inmenso de un metro ochenta, gordo y fornido, con traje blanco. Se va acercando con pasos que suenan como truenos, mostrando los dientes, desafiando con la mirada. Entre ellos existe un antiguo odio y Molinedo no se sorprende por ese alboroto y solo atina a observarlo en silencio. Calmo, estudia, primero, su mirada y, luego, se pierde en las grandes manos con anillo dorados que se cierran en puños amenazadores golpeando al unísono la mesa.

- ¡Molinedo y la concha de tu madre! ¡Qué mierda es todo este quilombo que armaste en menos de un día! ¡Van a venir los medios del gobierno! ¡Esto es una comisaria o un circo! ¡Explicame!

Francisco responde con pasividad y silencio, sin entender la explosión de esa voz gutural que escuchó en diferentes idiomas y siempre con la misma violencia. Altagracia, con un gesto teatral, suspira y muta, instantáneamente, su expresión de furia por otra de amistad. Molinedo queda sorprendido al ver esa actitud bipolar en el otro que saca una cigarrera con puros importados lo que le hace recordar varías escenas de policiales negros estadounidenses. Una sonrisa sarcástica se refleja en su rostro. Pone un puro entre sus finos y estrechos labios, extiende otro para Molinedo, para que lo imite mientras se sentaba el otro frente a él, falsamente amigable.

- Uno no puede negarse a un buen habano, ¿no, Molinedo? Disculpá la locura pero quiero una explicación.

- Mire, vamos por partes, desde ayer a la noche todo se convirtió en un infierno. Creo que habré dormido menos de dos horas. Pero antes vi dos fiambres de la mafia en menos de una hora. Hoy perseguí a otro y me noquearon. - Altagracia le presta una atención burlona, mientras larga un humo espeso que no le permite a Molinedo mirarlo a los ojos. – En eso descubrí, señor, Altagracia que uno de los hombres estaba relacionado con el caso que no pude resolver hace veintidós años. Al año usted fue asignado Jefe de esta seccional para siempre a pesar de sus constantes ausencias

Altagracia borra la burla y saca el habano con un gesto brusco.

- Mire, las pelotas. Todo lo que dijiste me importan dos huevos. ¿Sí? – La expresión de calma vuelve a desaparecer, otra vez, es una enorme bestia acuática que devoraría a la princesa ofrecida en sacrificio.- No quiero a los medios acá y no van a estar. Ya mandé a  Pérez a que cancele todo porque que llamaron para venir en una hora. Ya los mandó la concha de la lora. No quiero a ningún periodista, me entiende, no quiero quilombo porque ya hay bastante.

- Disculpe, jefe, pero se está equivocando en los modos. Yo no soy ese pendejo de mierda que me puso para que me hable así. Tengo los mismos años que usted acá, o más. Acepté quedarme en este purgatorio pagando mi pena por el fracaso, pero me puedo redimir y eso no puede quitármelo. Llamé a los medios para que podamos encontrar más rápido…

La lengua de Altagracia recorre los labios, sedienta y desafiante, le gusta el papel que está interpretando, la actitud del otro que propone el juego.

- Le dije que me chupa dos huevos lo que te guste encontrar. ¿Qué tenés que decirme del pibe? ¿Dónde está? No lo veo hace rato en la seccional.

- Se rajó, lo eché. Me trató de borracho, me humilló. Hace horas que desconozco su paradero y, como dice,  me chupa un huevo.

Altagracia vuelve a explotar escupiendo el puro encendido sobre los expedientes que están sobre la mesa de vidrio. Parado ya, echa un vistazo a las grandes cajas traídas por Felipe, luego mira hacia la puerta para asegurarse de que esté cerrada. Entonces, se vuelve hacia Molinedo y saca del estuche su nueve milímetros y la apoya, estirando el brazo, en la frente.

- ¡Así que al señor le chupan un huevo lo que le impongo! ¡Pero quién mierda te creés, detectivucho! A Felipe Ferreira no lo puse de caprichoso bajo tu cargo. Tampoco para que lo juzgues. Más te vale que vuelva. ¿Entendés?– los ojos rojos de Altagracia se clavan en los blancos y pequeños de Molinedo que se dilatan sin comprender la máscara violenta que lo enfrenta que le demuestra el dominio y la presión sobre el juego.- Y olvidate de todo esto, mañana te sale el pase para Provincia– pasa la palma libre sobre sus ojos de abajo hacia arriba como sacándose una careta para dar paso a otra más amenazadora.- Qué paradoja, tus trabajos geniales siempre tienen la mala suerte de apuntar demasiado alto y culminar en un gran fracaso. ¿Sos boludo o te hacés? ¿No aprendiste nada en estos tantos años de los que te engalanas?

Molinedo, ofendido y envalentonado, luego de ese último insulto y de que Altagracia saque el arma de su frente, sostiene su mirada.

- A mí me respeta cuando me habla.

La respuesta del otro se concreta en unos pasos veloces alrededor del escritorio para ponerse, cuerpo a cuerpo, frente a Molinedo para tomarlo de las solapas de la camisa y meterle el metal helado de su arma en la boca. La velocidad fue sorprendente. Molinedo no pudo reaccionar ni soltarse de sus manos. Francisco siente que todo está perdido. Recuerda los años de dictadura en que la Triple A apadrinada por el Estado funcionaba en cada cuartel para amedrentar policías que no colaboraban con “el bien del país”. El miedo a que se den cuenta de que él era de esos era enorme en esa época y, por suerte, pudo estar por fuera de toda esa violencia. Sin embargo, algunos se avivaron de ese germen que tenía como este Jefe y buscaron sofocarlo y no dejarlo crecer.

- Ya te dije que respeto un huevo. Me averiguas dónde está el pibe y lo vas a buscar. Si no, sos boleta. –Su rostro se torna amonestador.- Sus investigaciones apuntan demasiado alto ¿no se da cuenta? Recibimos órdenes de tapar el asunto. Deje de hurgar en la mierda, de hacerse el héroe, lo digo por su bien. Hay plata por su silencio.

- ¡No quiero plata! ¡No quiero callar, quiero la verdad! ¡Quiero poder despertarme mañana y sentir que lo que hice tiro para el lado de la justicia, de los buenos!

Altagracia retoma su pose burlesca al reconocer en Molinedo un patético rival y desliza un tono tierno y ambiguo en sus palabras.

- Te gusta imaginar un mundo justo, en el que hasta los poderosos paguen sus culpas, sos tan ingenuo. Buscá al pibe y le pedís perdón por lo que le dijiste, infeliz. Si no aparece, mañana, no tenés ningún traslado. Marche preso. Con nosotros no se jode.

El Jefe da media vuelta, pisa firme y se retira. Molinedo lo observaba con silencioso terror y odio. Toma el radio para comunicarse con Felipe que, por suerte, le responde, al instante, que encontró al joven que escapó y al que lo golpeó en la calle. Le pide que vaya  a una fábrica abandonada en La Boca: solo.

Anota en un papel, la dirección que le dice. Se levanta y, veloz, se pone su gabardina, tantea la petaca en el bolsillo, se pone su sombrero y, como en los viejos tiempos, sale de su oficina con alegría y el revólver a mano ignorando a los compañeros que lo miran, asombrados y despectivos, avanzar por el pasillo y dirigirse al patrullero.

Elena VI

La táctica para escapar ya estaba armada en su cabeza, ahora, dependía de su buena actuación y de una certera ejecución de movimientos para que no hubiese margen de error. Era consciente de que no estaba rodeada de perdonavidas, sino de torturadores, asesinos profesionales y sádicos. Aún así no era conveniente seguir ni una hora más allí, pues el tiempo corría vertiginoso y quería evitar la muerte. Por eso, tenía que aprovechar el caño que estaba en su poder. Lo había arrancado de la pared lastimando sus muñecas con las esposas. Ese hierro frío, escondido detrás de la pata de la silla, se convertía en su esperanza y en la herramienta para ejecutar su plan de huída. Entonces, tomando aire para comenzar, escondió sus manos detrás de su espalda como si aún siguiese prisionera y dio inicio a la actuación pateando hacia la puerta un balde vacío con una esponja dentro.

- ¡Quiero agua, tengo sed, quiero agua!

Los guardias, que del otro lado de la puerta jugaban al truco, gruñeron tediosos ante la interrupción de la hembra atada y golpeada. Se sonrieron, dejaron las cartas sobre la mesa y el menos grandote, un metro noventa, espalda de heladera, buscó las llaves para abrir el cuarto y atenderla como se merecía. Metió la llave y empujó la puerta, dándole paso, primero, al otro, un moreno de dos metros diez, brazos fibrosos y musculosos. Esta era la comitiva encargada de su cuidado hasta que Ludovic se cansara y la fuese nuevamente a visitar para continuar con el suplicio o darle, por fin, el tiro de gracia.

Elena estudió cada paso del moreno que se acercaba para levantar el balde que estaba cerca de ella y la esponja. Eran hombres duros que una persona cualquiera no enfrentaría jamás. Pero cansada, lastimada y esposada como estaba sabía que debería hacerlo, pero la angustió no sentirse cien por ciento segura de la victoria.

El moreno llenó el balde con agua de una canilla que había en la pared derecha, cerca del sitio de donde Elena sacó el caño. El hombre que ya había hecho ese proceso hace unas horas, miró desde su lugar extrañado a Elena y después a su compañero.

- Che, la yegua se movió de lugar, ¿no estaba más cerca de la canilla?

El de espaldas de heladera estudio a Elena que bajó la cabeza, luego volvió hacia el moreno, sonrió y, finalmente, volvió su rostro de nuevo hacia Elena, deseoso, pervertido.

- ¿Así que tenés sed?

El moreno, confiado, fue el primero en cometer el error de acercarse desconociendo que aunque cansada y esposada Elena no era una persona común. Cuando se aproximó a menos de un metro, su rostro fue reventado por el caño que Elena sacó de atrás de la silla con un movimiento velocísimo que no le dio tiempo de reaccionar al hombre que caía casi muerto en el piso. El grandote, sorprendido, observaba a la fiera femenina agazapada, que había salido fácil de su trampa con una energía inexplicable. Esa mujer que hace unos segundos había sido una simple cautiva se transformó, repentinamente, en una amazona con un fierro ensangrentado asido con sus dos manos como un bate de béisbol amenazando partirle la cara al moreno que dudaba en acercarse.

Desesperado a causa de que una mujer percibiese su temor, el moreno se arrojó, al tiempo que sacaba un cuchillo enorme de la funda de su cinturón, hacia Elena que se defendió de la terrible puñalada al pecho arrojando el caño, corriéndose a la derecha y atrapándole el brazo con la cadena de las esposas. Apresándolo de esa manera, giró la punta del cuchillo hacia el rostro del otro hasta clavárselo en los ojos provocando una explosión de sangre que le bañó las manos.

Sosteniendo aún al moreno que movía los brazos desesperado y gritaba como loco, oyó un disparo que atravesó el cuerpo del colgado y pasó por el flanco derecho de ella. El cuerpo del moreno cayó muerto. Elena descubrió, en la puerta, con una pistola humeante, a Ludovic que se apoyaba contra el umbral con rostro de pocos amigos, de odio y admiración. Se podía descubrir en las facciones del alemán, a quien reconoce que su rival es capaz de evitar la muerte y matarlo. Sin embargo, sonríe al ver que Elena se agitaba, destruida y que la ventaja física jugaba a su favor mientras que, por otro lado, ella soñaba con un milagro.

- Te subestimé, lo acepto. Deseaba verte en acción antes de que mueras como tus amigos de Buenos Aires. Ahora nos toca jugar. Y como soy magnánimo y caballero y no me gusta sacar ventajas– el hombre calvo con la esvástica en su frente metió su mano en el bolsillo y sacó la pequeña llave de las esposas.- Tomá, sacate eso, así nos divertimos más y parejo.

Elena sabía que esa llave que surcaba el aire entre ella y Ludovic era la esperanza que había deseado, que el abrir las esposas que la habían postrado horas atrás en la silla rota a causa del golpe provocado por el salto de su liberación. Al caer las esposas ruidosamente y poner sus brazos al costado de su cuerpo, supo que todo volvía a depender de ella a pesar del cansancio, las heridas y los dolores. Vio al otro muy confiado, lo que la hizo pensar en que si se descuidaba podía destrozarlo como a los dos inútiles guardias.

- Pero, Elena, antes de pelear quiero intimidad.

El arma, que apuntaba a la mujer, se dirigió al guardia gigante que aún se retorcía de dolor tomándose la cara a causa del golpe que Elena le había dado con el caño. Ludovic, sin titubear, abrió fuego sobre el hombre sangrante, asesinándolo, con una sonrisa de goce.

Al fin, estaban solos, con los muertos. El sádico alemán y la fiera desarmada con los brazos caídos a los lados, livianos. Ludovic la miró atento, pasó la lengua por sus labios, en dos veloces vueltas, como una serpiente. Ante la estupefacción de Elena, arrojó su nueve milímetros fuera de la habitación y sacó de su cinturón un enorme cuchillo de guerra teñido de sangre antigua.

- Sacá el cuchillo del muerto. ¿Qué te parece un duelo?


El alemán no necesitó respuesta verbal, la amazona se abalanzó hacia el cadáver, sacó el cuchillo y se arrojó con un cuchillazo de arriba hacia abajo buscando el vientre del alemán.

El hierro rozó el pecho de Ludovic que lo esquivó, veloz, saltando hacia atrás. En ese mismo movimiento, Ludovic la golpeó con el mango del cuchillo en la panza provocando que Elena cayera, sin aire, al suelo, escupiendo un hilo de sangre. Él la rodeaba al ritmo de un boxeador, mientras ella, agotada, vencida, intentaba recuperar aire, arrodillada en el piso, escupiendo, por tercera vez en el día, sangre.

- Estás cansada, con pocos reflejos.

Sin dejarse amedrentar por la burla y el provocación del otro, se volvió a arrojar para atacarlo y recibió un corte profundo en el brazo derecho cerca del hombro que manchó el rostro de Ludovic. El dolor fue terrible y este, ciego de sangre, irrumpió en una brutal carcajada, desesperada y victoriosa. Tomó el brazo sangrante de la mujer, clavando los dedos en la reciente herida, la empujó, brutal, contra la pared, haciéndola chocar de frente. Se puso detrás de ella apoyando una rodilla en la espalda y agarrándola de la cabeza la hizo chocar, repetidas veces, la cara contra la pared.

El rostro de Elena se desfiguraba de dolor y la sangre, si dejaba que se produjesen unos golpes más podría darse por muerta. Entonces se encendió su capacidad de análisis y pudo notar que el otro la estaba impulsando contra la pared sin mirar, medio ciego por la sangre y la confianza de su victoria anticipada.

- No sabés con quién te metiste. Me encarcelaron en los ochenta por haber torturado subversivos en el Proceso. Fui liberado por indulto y contratado por el Big Fish. Soy su hombre. Vos sos una asesinucha y por eso te toca el revote, morir, hasta que reviente tu cabeza a golpes.

Era el momento, Ludovic estaba ciego de soberbia, Elena debía jugar su última carta, su esperanza. En fracciones de segundos, hizo la mayor cantidad de movimientos que jamás había coordinado, excitados, sin duda, por el instinto de supervivencia y una alta adrenalina. Hizo fuerza con su cuerpo para dejarse caer, soltándose de la mano de Ludovic y frenando el impulso del choque contra la pared. Ludovic quiso volver a atraparla, pero Elena se zafó nuevamente, tirándole un puñetazo en el estómago que le hizo soltar el cuchillo. Ludovic se recuperó rápido del ataque y atrapó las muñecas de Elena apoyándola en cruz contra la pared. Fue entonces que los ojos de ella brillaron y se arrojó hacia el cuello de él, con un leve balanceo hacia adelante, para morder con furia la yugular de Ludovic, que explotó dentro de la boca de Elena que tragó y vómito sangre del hombre que caía muerto a sus pies dejándola sola y libre.

Tal vez estoy loca. Pero hay algo en mí que ama la muerte. A veces creo que la muerte soy yo misma, envuelta en una mortaja escarlata, flotando en la noche. Me veo hermosa entonces, citó de memoria, en silencio, Elena en el centro de la habitación, dentro de un charco de sangre, rodeada por tres muertos, los ojos clavados en el techo, la boca chorreando, su brazo herido, su sed de volver.


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