domingo, 21 de septiembre de 2014

Novena entrega

Mapuche V

No lo puedo creer, Elena, no lo puedo creer, no lo puedo creer. Este hijo de puta que traje quedó noqueado. No se levanta, encadenado al mueble de la oficina de ella, donde pienso llevar adelante mi venganza. La espero hace más de cuatro horas en esta Agencia que ha funcionado como centro de operaciones y reunión. Quizás este tipo tiene información sobre el paradero de Elena. Si bien no tengo la certeza de que venga, sí, la corazonada, te ruego ayuda Neguachen. Despertaré al cautivo para ver qué me puede contar. Por aquí tiene que haber whisky o alcohol. A ver… a ver… por acá… bien, seis botellas de alcohol, bien, servirán para jugar con Elena más tarde. A ver, por aquí. Un trapo. Vamos a tirar mucho alcohol en él para ponérselo en la nariz al rubio, así.

- Fuerte, ¿no? – Abre los ojos celestes desesperado, se contorsiona al recuperar la consciencia y verse atrapado, parece un felino furioso-  Tranquilo, te necesito tranquilo y despierto así contestás una pregunta ya que sabés tantos secretos nuestros. En la fábrica mostraste ser un gran conocedor, debes de trabajar para el Big Fish, ¿él te hizo el entre en la comisaría? En fin, si colaborás, salvás tu vida a pesar de matar a mi compañero. Puedo llegar a ese extremo de clemencia si te portás bien.

- ¿Qué querés saber, indio?– me mira altanero mientras mastica las últimas palabras y muestra una sonrisa enorme.

- Primero, sobre Elena, ¿qué sabés de ella?

- Lo último que escuché fue que la atraparon hombres del Big Fish. Ludovic era el jefe del grupo, un loco alemán que le debió dar su merecido– Ludovic, el hombre que me había atendido cuando llamé desde el hotel. No miente. Es increíble su altanería, a pesar de estar esposado y viendo mis hachas ansiosas de clavarse en carne fresca habla como si dominase la situación.

- ¿Podés confirmar eso? No quiero que me ilusiones. Su viaje a Venado Tuerto iba a arreglar todo, ¿qué pasó? ¿A caso son tan traidores cómo ella?

- ¿Esperás que te conteste?– me cansó. Apoyo, pesadas, las hachas con su filo en el cuello.

- ¿Esperás que te deje con vida?

- Sos bueno disuadiendo. Me caes bien y me tenés esposado a un mueble que pesa más de ciento cincuenta kilos, por eso te ayudo. Pasame un celular y dejame averiguar– le doy lo que pide, no me preocupa que rastreen la llamada, a él lo tienen ubicado, no lo obligaré a mentir más de lo que se anime. Solo necesito saber si Elena vive o murió. Si sigue viva iré a buscarla y si no será una gran lástima para los míos no darle el castigo merecido. Él entiende eso, sabe jugar.

4,4,3,2,4,5,1… sisea, escucho el tono libre de la línea del otro lado y le coloco el aparato en su oído.

- Sí, Felipe… Sí, estoy en la Agencia… El policía, señor, no jode más… ¿por?.. ¡Cómo!.. ¡Elena se escapó!.. Esa mujer no es normal… Sí, aquí todo ha salido bien… la esperaré… Se sorprenderá… Me encargaré de ella… Gracias- el celular se apaga, es apoyado en la mesa frente al mueble que lo apresa.

- Muy bien. Mientras la esperamos, contame quién sos, a quién acabo de perdonarle la vida por darme la noticia más bella.

- Mucho resentimiento, me gusta. Mi nombre es Felipe Ferreira, soy asesino profesional del Big Fish desde hace diez años y ando por los treinta. No tuve madre, murió al nacer y mi padre me entregó a una familia narco-colombiana. Al jefe lo recuerdo perfecto, grandote, corpulento, con el pelo plateado, un traje blanco, anillos en todos sus dedos, así apareció ante mí cuando tenía veinte años Me vio en una pelea clandestina, donde yo ganaba lo justo para alcohol y putas. Combatía como una fiera, pero con sutileza. Se acercó a mi manager y le comentó que buscaba gente para protegerlo en tierras sudamericanas donde comenzarían a ingresar mucha droga y armas. Torturé y maté en los noventa. No en los setenta, en esa época estaba linda la situación por el desinterés de la población – No sé si miente y no importa. Ahora queda esperar. Va a venir y tengo que prepararme para actuar.


Elena VIII

Descendió del auto, cansada, sintiendo dolor en cada fibra de su ser. Pisó la acera calurosa y mojada por la garúa nocturna de la última madrugada. El recorrido, las cuatro horas de ruta, sirvieron para repasar, otra vez, su historia, como si intuyese el final. Sus tacos temblaron sobre la vereda rota, pero, rápido, se afirmó y marchó hacia el edificio gris ubicado en el centro de la ciudad, en Florida, entre Perón y Sarmiento. Las seis de la mañana la recibían rendida, pero orgullosa de seguir entera. Llamó el ascensor para ir al segundo piso.

Subió y vio su rostro en el espejo, su hombro lastimado por el violento cuchillo alemán. Tanteó las heridas, secas, se preguntó cómo había sido posible el llegar del coche hasta adentro sin que ninguna persona se aterrorizara con su imagen. El ascensor se detuvo y cortó su pensamiento. Al abrirse observó luces en la Agencia encendidas. Metió la llave, ansiosa, esperando lo inevitable, lo deseado, la sorpresa de encontrarse a alguien dentro.

Empujó la puerta y, frente a ella, apareció la mole morena, Mapuche, el hombre que necesitaba a su lado para saber que nada se había derrumbado aún, que un pequeño cimiento se podía sostener de todo el gran sueño destrozado. Con él a su lado construirían una alianza que le permitiría reestructurar. Notó, otra vez, una alerta, sintió que Mapuche mostraba una falsa emoción como si las lágrimas fuesen fingidas. Se arrojó hacia ella para abrazarla con la fuerza con que lo haría con un pariente.

- ¡Gracias a Neguenechen que llegó! ¿Qué le pasó, está muy herida?

- Es largo de contar, ya tendremos tiempo. Pero volví como prometí. ¿Esteban?

 - ¡No soportaba más… Elena… a Esteban lo asesinaron! ¡Esteban… Raúl… Alberto… muertos… todo se fue al carajo!

El rostro de Elena se ensombrece en una mueca de decepción ante la noticia de Mapuche que muta su expresión de angustia a otra ambigua, aunque, por otro lado, piensa en la foto que dejó en poder de Alberto, en su inconsciente satisfecho por una lejana revancha.

- ¡Tengo al asesino del pibe esposado, lo estuve interrogando y habló poco, dice que el Big Fish nos tiene atrapados!

Elena comparte la alegría, sin perder cautela, ve las hachas en el cinturón, ubicación provocativa, desafiante. También ve Mapuche tiene a Excalibur encima, lo que la sorprende, pues el destino las volvía a encontrar y necesitaba explicaciones.

– Bien, por lo menos tenemos a uno de ellos para continuar con el juego. Veo que estás preparado para apretarlo con ganas y traes a Alberto con nosotros.- Nota en el rostro de Mapuche un gesto de incomodidad ante esta observación, pero prefiere por el momento mantener tranquila la situación y desvía el asunto.- No cuentes nada, no me adelantes, la alegría es grande a pesar de la perdida de Esteban, en serio. Quiero que me sorprendas.

- Será una dulce sorpresa, entonces, una gran sorpresa – susurró Mapuche con exagerada actuación.

Comenzó a seguirlo, despacio, detrás, para ver y charlar, amistosa, con el cautivo, mientras se ilusionaba con los vientos propicios. Sonrió. Los pasillos le revolvían la memoria, la llevaban, de acá para allá, del presente al pasado y a un futuro en que no veía. Marta, Raúl, Alberto, Mapuche y ella habían sido, en los buenos tiempos, un gran equipo. Pero ahora, como había expresado el indio estaban todos muertos. Apretó el paso para seguir los otros que percibía densos y tensos.

- Veo que el viaje a Venado Tuerto fue bastante violento. El prisionero me había dicho que la habían matado. – Mintió mientras se frenaba ante la puerta en donde se hallaba Felipe.

- Casi lo logran, pero fui más dura que ellos. Hemos dejado de formar parte de su grupo y, en consecuencia, nos convertimos en su presa principal. Tenemos que irnos de acá. No aguanto más esta locura.

El instinto asesino de Elena le auguraba que la expresión de Mapuche no era nada amistosa. Este pareció darse cuenta de su error y mutó la mueca de desprecio a otra de tristeza, pero ya no parecía tener tanta importancia esa máscara de dolor.

- Una gran pena. Está todo mal, pero pronto mejorará ¿no? Ya somos dos y tenemos a uno de ellos.

Elena se acercó al cuerpo detenido ante ella, le acarició el rostro, provocativa, compasiva, piadosa, falsa. Lo acercó a sus labios hasta casi besarlo.

- Hombre más leal que vos no vi jamás ni podría conseguir.

Las mejillas del indio se sonrojaron y su mirada huyó la de Elena que buscaba sacarle un secreto, descubrir qué tenía en mente y si le iba a mostrar de verás al cautivo. Mapuche pisó fuerte iniciando el prólogo de la última escena, la actuación del otro para empezar el juego.

- ¡Venís, con esa yegua hija de mil puta! ¡Los escuché, soretes, me voy a soltar y los voy a hacer mierda! ¡Meterse con gente pesada!

- Entraré primero. El prisionero, aunque esposado, es peligroso y no quiero que te pase nada.

Volvió la mirada hacia la puerta, la abrió, se metió y se perdió a un costado. Elena ya no podía verlo cuando dio el último paso antes de atravesar el umbral. Lo único que distinguió cuando dio el segundo, fueron los ojos del cautivo que bramaba. Se enfrentó a su mesa limpia y grande y al enorme mueble en donde estaba el joven apresado que la reconoció y frenó sus insultos para saludarla.

- Tanto tiempo, Elena.- Sonrió Felipe moviendo los ojos, alertando, que mire para atrás.

- ¿Vos?– interrogó, sin mirar al costado al dar el tercer paso y cruzar el umbral. Ese encuentro la atrajo, la absorbió, como dormida, posesa, impidiéndole prever el ataque a traición, al ingresar al cuarto, de las hachas que se hundieron en sus piernas, en su carne, dejándole un dolor inmenso y la imposibilidad de mantenerse en pie.

El gritó que manó de su garganta fue tan desgarrador que silenció todo y animó al otro que se movía, desesperado, para liberarse.

- ¡Qué hacés, te volviste loco! ¡Hijo de puta! ¡Este enfermo te lavó la cabeza!

- Se conocen, no me extraña. Pero te equivocás, Elena. – Explicó Mapuche mientras limpiaba la mesa, enorme y para poner el cuerpo de su víctima sobre ella.- Este hombre me abrió los ojos, me reveló la verdad sobre mi familia, lo que ordenaste y por lo que Alberto cargó con una mochila injusta, con muertes humillantes.

Ahora comprendía la minuciosidad de Raúl por guardar los datos de las misiones, no era para estudiar los errores, sino para utilizar, cuando lo necesitase, a Mapuche. Se había llevado esa documentación cuando mató a Marta.

El dolor de Elena era inmenso, debía hacer algo para librarse. Intentó robar Excalibur del cinturón, pero fracasó al instante. El indio le golpeó, con el codo, la mano que rozó el arma deseada. Excalibur rodó cerca de Felipe que no la llegaba a tocar ni aunque tirase todo el cuerpo hacia adelante, el mueble era muy pesado. Lo único que podía hacer era forcejear para que los tornillos de las manijas donde estaban las esposas cedieran. Elena no parecía no tener salvación, esta vez, se vio muerta. Reconoció, entre los papeles, el primero que le ponía ante sus ojos, una carta escrita por Alberto, la que accionó la bomba.

- Acá están las pruebas, los papeles y una carta de Alberto, de su puño y letra, donde confiesa toda la verdad.

- ¡Alberto estaba desesperado! ¡Sabía que yo lo iba a ir a buscar y que ustedes se cargarían a Raúl! ¡Necesitaba enemistarnos! ¡No te das cuenta, carajo! ¡Me crees capaz de todo esto!

Felipe observaba la escena, mudo, sin entender tanta excitación, disfrutándolo, mientras luchaba para liberarse de las malditas esposas, aflojando de a poco los tornillos. Mapuche, extasiado, loco de furor, acercó su rostro al de Elena.

- Y de cosas peores, zorra… te prohíbo hablar así de mi único amigo en estos años… y por tus putas tretas… tus putas tretas de zorra terminó muriendo, humillado, suicidado. Te mereces sufrir tanto.

Con furia, fría y seca, le clavó, otra vez, una de las hachas. Desde el hombro derecho Mapuche levantó, vertical, el cuerpo de Elena, con fuerza descomunal, lo puso cara a cara, metió las manos en la sobaquera de ella. Estaba desarmada, casi desnuda. Mientras esto ocurría, Felipe se estiraba desesperado por agarrar, con los pies, la Excalibur que brillaba solitaria y ansiosa de entrar a jugar. A pesar del esfuerzo, no podía dejar de observar, anonadado, a la bestia que mantenía en el aire a la hembra como un espantapájaros.

- Sos el ser más podrido, con menos moral que conocí- susurró Mapuche con odio.

- ¡De qué moral me hablás! ¡Idiota, sos la misma mierda que yo, asesino, sicario, hijo de puta! ¡Me estás matando y me hablás de moral! ¡Tu puta ley del Talión, al final te morfaste la mierda de esta civilización, indio del orto! ¡Te saqué del hoyo! ¡Te manipula el poder y eso acá soy yo! – rugió Elena furiosa.

La respuesta de Mapuche al agravio fue otro hachazo al otro hombro haciéndola caer al soltarla, dejándola rendida. Esta vez Elena no gritó, no deseaba seguir dándole ese goce a la bestia que disfrutaba con su sufrimiento aunque sintiese a la muerte cerca.

- Mujer estúpida, no tenés poder sobre mí, ni sobre nadie. Tus reglas pudieron haber borrado mucho de mí en estos años, pero nunca cambiaron mis raíces, los valores de mi tierra y de mi gente. Recuperaré lo perdido ofreciéndole tu sacrificio al dios de mi tierra, Neguenechen.

Clavando los dedos en las heridas de ambos hombros, la levantó, poniéndose de espaldas a Felipe, olvidándolo, descuidando el arma cercana y la fuerza que lentamente, como él había hecho horas atrás, lo liberaba del lugar donde estaba esposado. Lo olvidó para iniciar la venganza que tanto había deseado, desde que supo la verdad.

- Al final, tenés razón, Elena,  ¿quién puede discutir de moral o ética en un mundo que se fue a la mierda? Tu clase me da asco.

Con fuerza brutal arrojó el cuerpo sobre la mesa, le extendió brazos y piernas en cruz, atándolos. Cuatro cuchillos clavados en las esquinas de la mesa sirvieron para eso. Se daba inicio al ritual de revancha esperada y soñada. De una pequeña mesa ratona que estaba cerca, Mapuche sacó dos de las botellas de alcohol y un pequeño soplete para comenzar con la tortura. Convertiría esa brutalidad en diversión sádica para sí y justicia para su familia. Encendió el fuego del aparato, quemó las heridas producidas por sus hachas frenando la hemorragia, cocinando la carne, llagándola, para luego tirarle alcohol y verla retorcerse, sufrir, de un dolor insoportable.


- ¿Arde? No sé si más que el infierno en el que te vas a incinerar. Por fin vas a pagar, a sufrir, todas las muertes que causaste en tu vida…

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