domingo, 22 de febrero de 2015

Última entrega

Julio I

Que espectáculo sangriento. El indio clava sus hachas, profundas, las saca del cuerpo de Elena atada mientras intento romper la puta manija que cede, poco a poco, para llegar al arma y terminar con esto. Ahora toma la botella de alcohol otra vez y, como hace unos minutos, la vierte sobre la sangre fresca donde hierve. Elena da otro alarido. La veo sufrir. Es terrible, saca un soplete pequeño para cerrar las heridas y continuar ese juego macabro y sádico. Lo enciende y sopla sobre la carne bañada en alcohol que comienza a ahumarse. El indio está estirando la agonía para gozar. Esto no lo hace por primera vez, lo leí en los documentos encontrados en el departamento del segundo de los muertos de esta historia. Esos Costas y Reyes, los que fueron enviados a matar a su familia fueron atrapados por él y Alberto. Los obligó, atados con alambre de púa a un gran tronco, a que revelasen cómo habían actuado frente a los suyos, cómo los mataron, para alimentar su odio, su sed de venganza. Cuando terminaron, entre suplicas de piedad y llanto, les cortó los dedos de las manos, luego la mano, luego el codo, luego el brazo, quemando, cortando, quemando, cortando, quemando. Como ahora. Hasta que sintió que la justicia actuaba perfecta, no paró. No sé cuánto pueda aguantar Elena, si no me suelto no tendrá salvación, me interesa que este viva, al fin y al cabo, es mi hermana.

Elena IX
Julio II

El dolor y los gritos impedían cualquier otro acto de Elena, viva y consciente de la tortura, deseando morir con la certeza de que el infierno debía ser un lugar con menos sufrimiento. La habitación olía a sangre, gas, humo y carne quemada. Los ojos de Mapuche se clavaban extasiados en las heridas, parecía poseído. Su camisa, que alguna vez fue blanca, estaba empapada de un rojo escarlata como su rostro y sus brazos.

- Esto me está aburriendo, creo que vamos a ir terminando- murmuró sádico quemando la última porción de carne sangrante debajo del seno derecho, pegándole la ropa a la piel.

Mapuche estaba en la cumbre de su venganza, ignorando que un descuido, la caída de Excalibur, que pasó por alto a causa de la obnubilación de la tortura y la proximidad de la muerte, era un error fatal. Con el rostro de un demonio, acariciaba el fin y la victoria, levantando el hacha verticalmente a la cabeza de Elena que miraba resignada la cercanía del golpe letal. Cuando el hachazo comenzó a bajar con fuerza, de repente, las manos soltaron el arma, cayendo a un costado. Mapuche cayó muerto sobre la mujer como una bolsa de papas, por un balazo, certero, en el centro de la nuca.

- Listo, se terminó- sentenció Julio con las dos manos esposadas sosteniendo a Excalibur, el arma que dio muerte a Alberto y Esteban ahora ejecutaba a Mapuche.

Caminó, con las piernas temblando por el esfuerzo del forcejeo que rompió las manijas, hacia los cuerpos pegados, el hedor a carne asada y pólvora. Apoyó el arma en un costado de su hermana y empujó el cadáver que yacía sobre ella con el hombro haciéndolo caer al suelo. Elena quedó libre del peso, respirando despacio, con un estertor. Con cuidado, Julio desató las extremidades rostizadas. Le levantó el torso y la abrazó con cuidado como si fuese una niña indefensa y temerosa.

- Tranquila, Elena, tranquila, ya pasó, ya está, ya está.

Manchado con la sangre de su hermana, Julio la apretó contra su pecho, temblorosa, con la cabeza escondida, para observarlo. Se sentía humillada, vencida, de sus ojos caían lágrimas de dolor, alivio, odio y resignación. Como había predicho en su viaje de vuelta: todo se había ido a la reverenda mierda. Estudiaba sus brazos, sus piernas, su abdomen, heridas quemadas, con tela pegada, sangre coagulada, no reconocía ese cuerpo como suyo. Dos días atrás había sido una bella mujer, ahora su figura era la de una sola gran herida que su hermano, un joven rubio, con las mismas facciones del padre, que la sostenía entre sus brazos, como aquel le había profetizado hace años que estaría cuando lo necesite.

- Como dijo el viejo, la sangre llama la sangre. Apareciste en un momento importante, Julio. Pero tarde, creo que bastante tarde.

Julio la separó de su pecho para observar a esa mujer resistente y fuerte, primero con admiración luego con lástima, pues en sus ojos descubrió lo que se ocultaba detrás de esa coraza un ser rendido y agotado de tanta lucha por sobrevivir.

-  No te rindas, no es tarde. Big Fish te perdonará. Fuiste una fiera. Por las heridas y las quemaduras no te preocupes, la plata para reconstruir todo no falta.

- No sé, Julio, no puedo continuar, si supieses lo que sufrí, en estas horas, lo entenderías. Si nos hubiésemos encontrado antes hubiese sido diferente. Pero aquí me ves, parezco más un cadáver que una mujer, perdí todo. No se puede arreglar nada, perdí contra el hijo de puta de Raúl. Me ganó, me demostró que solo puedo tener poder sobre muertos y eso no es lo que deseaba.

- No digas pavadas, calculo que papá jamás te hubiese permitido un planteo así. Él siempre quiso que seas fuerte. En sus cartas, que enviaba a Bogotá, me contaba del entrenamiento que llevó adelante con vos para que seas un ser frío y lo matases – respondió Julio sosteniendo de frente con los brazos extendidos a la figura resignada que con un último esfuerzo, se tiró veloz hacia atrás para tomar impulso y darle un cabezazo, el segundo en el día, a Julio que cayó inconsciente.

- Nunca vas a entender, ni yo podría explicártelo con palabras esta decisión. Pero no es simple seguir luego de todo este infierno, luego de estar, en menos de dos días, dos veces al borde de la muerte, una por un sádico hijo de puta y la otra por mi mejor hombre. Maté a Alberto, a la única persona que aprecié por traición, traicioné a todos. Alberto tenía razón al comienzo de esta locura. ¿Quién soy yo para usar esa palabra? No doy más.

Elena miró a su derecha, en el piso, estaba muerto Mapuche cerca de su hermano inconsciente; al costado de su mano, brillaba Excalibur, la que Julio había apoyado antes de empujar el cadáver del indio. Ese brillo parecía llamarla para el final. No lo dudó. Tomó el acero caliente a causa del disparo reciente. Lo puso de perfil sobre su nariz, entre los ojos, ¿Quién lo diría, Alberto?, el arma con la que te maté va a ser la encargada de lo mismo para mí. Es jodidamente ridículo, pensó mientras el arma se deslizaba lentamente hacia abajo hasta meterse dentro de la boca.  Apretaba el gatillo.

¿Ese ruido? ¿Qué mierda pasó? Dos golpes en la cara en el mismo día, qué dolor. ¿Y Elena? ¿Ese ruido? Cuesta levantarse, me duele todo. ¿A qué me mandaron? Esto es un quilombo.

- ¡Aaaaah! ¡Elena estúpida!

 Se voló la cabeza, loca de mierda. ¿Cómo pudo hacer algo así?, todo se podía arreglar. Esto es una locura. Todos muertos. Big Fish estará contento. Al final, padre, la visión que me llevo de mi hermana es de una mujer sin cabeza. ¿Por qué lo hizo?, cansancio, culpa, miedo, orgullo, quizás una mezcla de todo. Aquí todo está literalmente acabado, no tiene sentido que me quede mucho. Me hubiese gustado haber tenido la oportunidad de conocerte y trabajar juntos, lo poco que vi fue brillante, tonta. ¿Dónde están las botellas de alcohol que uso este enfermo? Ahí. Voy a mojar todos los papeles, un poco para el cuerpo del indio de mierda. A vos Elena te quemo también para que nadie pueda reconocerte. Acá está el soplete. Un papelito para quemar. La puerta del pasillo, el lugar rociado. Me despediré con fuego, purificaré este antro de muerte, este templo de traición. Aquí termina mi actuación.

Molinedo VII

Molinedo retorna absorto a la seccional, aún no puede borrar el asesinato de Esteban, el fin de su caso sentenciado por ese maldito Felipe a quien hacía unas horas había creído un simple novato. Le costó volver hasta su oficina, estuvo, luego de que se fue la bestia que lo había golpeado por la mañana, media hora congelado mirando el cuerpo esposado y muerto. Cuando logró reaccionar, dio media vuelta y salió de la fábrica como un autómata para dirigirse al patrullero y escapar de todo ese calvario.

Al ingresar, los compañeros lo evitan como si tuviese una peste, pues notan en su rostro el fracaso y saben que las consecuencias que tendrá son enormes. Cabizbajo, se dirige directo hacia su oficina y se encierra. Estudia cada objeto del cuarto sin comprenderlo. La vorágine que se ha desarrollado en menos de cuarenta y ocho horas, la locura en que vive desde que ingresó en esa casa de Flores le ha mostrado la gloria momentánea para hundirlo en el más hondo de los fracasos. Todo lo que lo rodea parece irrisorio, los papeles en la caja, los relojes, la tele apagada, su arma reglamentaria.

Prende un cigarrillo de los dos que le quedan. Saca la petaca, está vacía. Sus ojos, demasiado humanos, reciben, cristalinos, el humo. La mano tiembla, incontenible, al llevar el cigarro a la boca para inhalar suave, sin fuerza. Afuera se retumban pasos firmes, acompasados y furiosos que recorren el pasillo. Entonces, la puerta se abre. Empujada por un puño con anillos dorados. Irrumpe Altagracia, voraz, grande, pesado.

- ¡Llorando, solo, como un maricón! ¿Encontró a Ferreira?

- ¡Sí, me traicionó! ¡Cómo todos ustedes, manga de hijos de puta! ¿Por qué me arruinaron así la vida?- responde con impotencia ante el descubrimiento de sus humillantes lágrimas.

- Dejá de llorar, Molinedo, contestá lo que te pregunté ¿dónde está Ferreira? Si le pasó algo la va a pasar mal – se acerca hasta la mesa de Francisco que se levanta de su silla desafiante.

- ¡Mateme porque se lo llevó, una bestia, un indio, y lo va a matar!- explota Molinedo indignado.

Altagracia lo mira con despreció, frunce la nariz y le da una trompada en la mejilla derecha con fuerza descomunal. Rápido, el atacante, se abalanza sobre él y lo aferra de las solapas al humillado para ponerlo, como hace un rato, frente a su cara, observando con diversión la marca de los anillos en la piel hundida.

- ¡Idiota! ¡Idiota! ¡Cómo pudiste, cómo me confié en un inepto como vos!

- Yo no hice nada, ustedes están todos locos. Mateme si tiene huevos, suelteme, saqué su arma y aprete el gatillo.

Ante este desafío Altagracia lo empuja contra la silla, camina burlón, en círculos, hacia la puerta, estalla en una estrepitosa carcajada. Del otro lado de la oficina se escuchan pasos de varias personas que se acercan a la puerta para escuchar lo que sucede. A través de los vidrios, entre las varillas de la cortina los ojos espían ansiosos ser llamados para participar de esa disputa.

- ¿Pensás que me voy a manchar las manos con vos? Molinedo, usted fue siempre tan ingenuo. Permitame contarle que sí lo traicionamos y Ferreira está bien. Acabo de hablar con él y el indio ese, con el que usted hablaba está bien muerto.

- ¿Cómo? ¿Cómo se salvó?

- Larga historia, no tengo tanto tiempo. Te felicito por todo lo que develaste inútilmente, todos aquellos que podían llegar a darte una respuesta están bien muertos. Esto es lo que sucede cuando te metés con tu penosa linterna de verdad en penumbras que no te corresponden. ¡Entren!

Al acto, dos policías uniformados irrumpen en la habitación y ante una seña con el índice se dirigen, directo, como ensayado y estudiado, hacia la caja con documentación sobre el caso que horas atrás había dejado Felipe apoyada al costado de la puerta y que Molinedo no se dignó a tocar.

- No van a encontrar nada importante, ahí. Mentiras, ¿me va a robar toda la información y me van a rajar a la fuerza? Van a disfrazar todo esto como hace veintidós años.

- Callate la boca, Molinedo, mentís demasiado. Perdiste. Por favor, señores, revisen el contenido de esa caja. Está demasiado nervioso.

Al caer los primeros papeles al suelo, los dos policías comenzaron a sacar, tomando con la punta de los dedos, bolsas con cocaína. A medida que sacan seis kilos, muestran cada una como si fuese un triunfo ante los ojos alegres y burlones de Altagracia, los incrédulos y derrotados de Francisco y los decepcionados y juzgadores del público restante. Todo está destruido.

- ¡Hijo de puta! ¡Esa caja la trajo el pendejo yo…

- Soy inocente, Molinedo, ya nos contaron muchas veces esa historia, hecha de mentiras, como esta, ¿pero quién? ¿A quién le va a creer, muchachos, la justicia?, ¿a un borracho fracasado o a mí? Ustedes han visto el contenido de esta caja que revela el sucio narcotráfico que llevaba adelante en esta seccional el señor Molinedo. Llévenselo.

Altagracia I
Big Fish I

Los policías lo apresan, grita desesperado, fracasado. Es tan lindo ver el final de este infeliz, ver que la justicia, esa en la que tanto creía, no lo va a salvar, sino a hundir. Ya imagino el diario de mañana, el Clarín nuestro de cada día, donde se mentirá e informará, que la pericia balística de la gente que asesinó entre ayer y anteayer coincidía con su arma reglamentaria y una tal Excalibur un fetiche que le robó a uno de los montoneros que habían acribillado a balazos a varios milicos hace veintidós años. Actuó como asesino, liquidando a tres hombres y una mujer para tapar sus chanchullos. Puedo leer, también, mi declaración, en pérfidas letras de imprenta, “Estamos apenados a causa de develar esta mancha para nuestras fuerzas, pero sepan que una oveja negra, descarriada del rebaño, no puede mancillar el esfuerzo que hacemos, día a día, para combatir este tipo de actos. La corrupción nos atañe a todos, por suerte, la hemos descubierto y expulsado de nuestra propia casa. Las investigaciones que este hombre abrió para tapar sus asuntos se han cerrado y se ha premiado al cabo Felipe Ferreira por su trabajo heroico en el caso.” Lo imagino entrando en la prisión, con hombres hambrientos de venganza contra la Federal, entregado a las fieras que no desconocerán que es policía porque a varios los metió presos él. Lo imagino leyendo ese diario, porque se lo voy a hacer llegar, en donde tendrá escrito de mi puño y letra “Los que buscan con esfuerzo la luz encuentran fácilmente la oscuridad, los que entablan relación con la última, sobreviven o se sumergen en ella, la disfrutan”. Va a ser tan grande el infierno y los días de terror que vivirá allí que solo podrá elegir la inevitable decisión. Lo imagino, en su celda, colgado de un caño, con una sábana, rodeándole el cuello. Mientras tanto seguiré moviéndome en las aguas turbias del crimen y el dinero como un gran pez pues la justicia actúa siempre a favor del ejecutor de la obra. Siempre será así Molinedo, yo soy el jefe de jefes de policías y asesinos y usted un infeliz.


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