domingo, 17 de agosto de 2014

Cuarta entrega


Mapuche I

Mañana después de la tormenta, en un mugriento hotel de Once, sofocante, húmedo y pesado enero, en habitación matrimonial, las siete y diez, están, ellos, los asesinos restantes: Mapuche y Esteban. Mapuche se encuentra encerrado en el baño, llorando en silencio. su cuerpo musculoso y monumental contorsionado, una máquina de matar morena disfrazada con camisa, pantalón de vestir y zapatos. Emite suaves sollozos en el inodoro. Siente culpa y dolor por las muertes de la noche. No las comprende el porqué. No durmió desde entonces, no ha pegado un ojo y Elena no responde, pero tiene la certeza de que ejecutó a Alberto, ella nunca perdona. Esteban mira una tele Hitachi que cuelga del techo acostado en la cama sobre sábanas claras a causa de los mil y un lavados que han tenido. Rubio, provocativo y distante, chupa un caramelo con lentitud y tranquilidad, a pesar de haber asesinado de frente, a traición, con un disparo a Raúl, el mentor de su mentor.

Mapuche se angustia, no comprende, duda si todo ha salido a la perfección como pensaba horas atrás. Se pregunta por qué tuvo que morir su gran amigo Alberto. No entiende, siente que el mundo está loco, equivocado. No puede creer que hace horas haya visto como Esteban liquidaba a quien lo incorporó a la agencia en 1991, quien lo ayudó a vengar la masacre de su familia. Mapuche le debía una nueva filosofía de vida y de amistad, pero, según Elena, pronto los iba a traicionar, había que actuar antes. Aceptó las órdenes de su jefa por lealtad. Lealtad a quien le envió a Alberto, primero, para recuperar las tierras de su familia y comunidad; luego, para sumarlo a su grupo dándole un trabajo en el cual podía desarrollar sus habilidades dentro del campo de batalla para el que había sido destinado. Por eso no rechazó la orden, se lo debía, hubo que asesinarlos. Elena se encargó de Alberto en soledad y por pedido de él reveló en la carta suicida su venganza contra los militares ya que su amigo hubiese querido que eso se supiese antes de morir, recuerda que alguna vez se lo había planteado mientras tomaban un café en la “Agencia”. Todo era una locura, sin embargo debía aceptarlo, pues la traición no se podía perdonar.

El sonido monótono de la tele impera en el recinto, a Mapuche le resulta imposible organizar sus ideas, no ir del presente al pasado sin cuidado, qué sentido tiene aferrarse al orden, perderse en el uso del tiempo cuando es tan malo.

- Mapuche, la puta madre, me aburro en este lugar de mierda.

El indio no responde, apenado, oscuro, retuerce una toalla entre sus manos como
el cogote de una gallina, mira el arma apoyada en el lavabo.

- Dale, no seas jodido. Si Elena no llama y no nos podemos comunicar no hace falta que vivamos como cautivos.

Mapuche, cierra los ojos, suspira, los abre y sale del baño para observar a Esteban que se levanta para irse, cansado y aburrido, hacia la calle, vestido informal, con el mango del revólver sobresaliendo del cinto.

- Esteban, es una locura que salgas, lo que ocurrió no es moco de pavo. Tenemos órdenes expresas de que si Elena no responde, ni llama, esperemos un día para salir para la “Agencia”.

- Dale, Mapu, no te pongas denso. Salgo un poco, estoy re podrido de este encierro. Además, necesito buscar una minita después de tanto tiempo teniendo que bancarme estar con Alberto por el plan de Elena.

Mapuche calla, acepta lo vulgar del joven que fue contratado hace un año por Elena para vigilar más de cerca a Alberto del que ya desconfiaba y supo agarrarlo de su lado débil: los jóvenes indefensos con sed de venganza como había sido él. Se resigna a que el otro abra la puerta desafiante y se vaya. Se muerde los labios con furia, con gran impotencia como aquella vez en que unos sicarios -como él ahora- mataron a su familia, torturándola, prendiéndola fuego, degollándola; sacándole todo, la vida, para que después pueda venderle el alma a Elena para calmar esa sed de sangre y venganza inagotable que ahora está dormida a causa de la pena.

Siente la puerta cerrarse. Suspira, resignado, tanteando las hachas, las armas favoritas, su fetiche aborigen, su recuerdo, sus raíces. Luego, justa su moderna pistola, la que estaba en el baño, en la funda que esconde en el interior del saco. Está preparado para salir y enfrentarse al sol que comienza a calentar y a evaporar la lluvia de anoche. Siente la humedad en los huesos. Lo mejor es no perder de vista al muchacho. Lo de ayer debe de haber tenido repercusiones policiales. Sabe que Raúl andaba en asuntos raros, lo había descubierto con un policía gordo, sospechoso, en un cabaret y Elena tampoco confiaba demasiado en Esteban, lo envidiaba por el deseo que Alberto sentía por él. Además ella quería que lo de Raúl se sepa para condicionar el actuar del Big Fish ante tanta exposición.

Afuera, pisando la acera mojada, piensa en la imagen de Alberto asesinado por Elena y lo ve como un imposible. Recuerda que, alguna vez, formaron un equipo ideal, una pareja que hasta compartió alguna cama. Pero esos ya eran tiempos remotos. Aunque no se figure ese balazo, lo sabe producido. Le molesta no tener noticias de ella, cree que lo mejor sería no perder al único del grupo que tiene cerca, si es que no lo entregaron. Aunque de dudosa confianza, es el único para seguir adelante. Lo cuidaré, se promete, aunque arriesgue la vida.

Mapuche II
Molinedo III

Lo persigo sin que me vea, no puedo dejarlo solo. Detesto las intrigas y sospecho que le puede pasar algo, lo intuyo. Camina en plena mañana por Once, derecho por Rivadavia en dirección oeste, está loco. Camina, camina y camina, sin detenerse, quizás me presiente y me quiere aburrir para que deje de seguirlo pero lo sigo lo mismo. A pesar de la distancia percibo su respirar melancólico y furioso por los sucesos. Aunque se haga el duro, aunque diga que Alberto no era más que una misión que le encomendó Elena hubo algo entre el muchacho y Alberto, ¿venía del amor? No sé, si amor, pero el pibe lo enamoró, ganó su confianza, fueron pareja y un tiempo compartieron hasta que pudo sacarle todos los datos para corroborar de que era necesario liquidarlo a él y a Raúl. Que él, Esteban, haya sido el encargado de matar a Raúl fue sorprendente, que Elena le haya planteado que también debía matar a Alberto, perverso. Sin embargo se negó a esto último y supe, ante esa negativa, que la mirada de Elena guardaba un reproche letal. El pibe no está seguro y yo no quiero quedarme solo por el momento.

 Veo su paso dudoso, aburrido, opuesto al que presencié en ese departamento en que liquidó a Raúl. Parecía un experto jugador de traiciones ejecutando a sangre fría al mentor de su maestro, Raúl. Ejecutaría a cualquiera por Elena había dicho, pero no pudo con Alberto… ¿Qué sentido tiene seguirlo por la larga avenida donde hay gente yendo y viniendo en este calor húmedo y pegajoso semejante al infierno?

Estoy cansado ya no estoy para jugar al perseguidor. Pero no me queda otra opción, debo hacerlo… evitar la soledad… a pesar del calor de muerte. Elena mandó a Alberto para que salve mi comunidad, en ella debo confiar, por ella lo debo cuidar. Con él fuimos a apretar a un hacendado, ex milico, intendente… mierda… no deja de caminar. Ese hijo de puta tenía dos mercenarios que, mientras íbamos a presionarlo para que nos devuelvan nuestras tierras expropiadas, violadas, quemaron mi hogar con mi familia, previo disparo en la cabeza y tortura a cada uno de ellos. ¿Qué día los maté? ¿Cuándo me vengué con mi brutal carnicería? No recuerdo. Solo se me vienen a la cabeza sus rostros antes de arder y sus nombres: Costas y Reyes. Seres repugnantes, sádicos, que me separaron a mí, a Huichahue, de mi familia. Mi nombre aborigen me destinó a ser aquel quien no retrocede ante el peligro, matador de fieras con mano desnuda para alimentar y defender a su comunidad, vertedor, inescrupuloso, de la sangre del enemigo. Por eso fui bautizado al campo de batalla. Aunque, al conocer a Alberto adquirí la identidad de Mapuche, la que adopté como nueva piel, para siempre, luego de perder todo lo que me ataba a mi tierra… El pibe está yendo rápido, buscando que me equivoqué y aparezca, me descubra, patético.

Camina, camina y casi corre, se dio cuenta de que lo sigo, pero ¿por qué hace esto? Lo igualo fácilmente en velocidad. Estoy cansado de ir de acá para allá, sin rumbo, de esperar la orden de Elena para volver a la “Agencia” hasta que llame. No se comunicó aún, eso lo ha puesto también nervioso al muchacho que quizás piensa que quiero matarlo. Lo entiendo, está podrido y temeroso… yo también, pero ¿tanto pudo apretar el paso como para meternos en Flores cerca de lo de Raúl? Al recapitular el pasado abolí la unión tiempo-espacio y me perdí el presente. Miro mi reloj, lo veo doblar, lo pierdo por mi distracción, son las ocho. Salimos siete y veintidós del hotel, han pasado cuarenta minutos de la salida de Once, casi corrimos.


Marcha desesperanzado por el barrio del Ángel Gris, por veredas y callejones que lo vieron nacer y formarse como ser humano, policía y nocturno detective, como Francisco Molinedo para Ángela, otras putas de cabaret y las calles. Ese barrio que fue cuna de sus secretos, como para el tanguero la orilla del Río de la Plata, lo acompaña con su silencio matutino, caluroso y nublado. No aparta de su mente la idea de que otra vez se le abren las puertas de la redención, que puede, por fin, limpiar su nombre, que las casualidades no suceden porque sí. El universo cambia a cada instante, las estrellas se alinean. Lo sabe, lo tiene que aprovechar, marcha. Piensa que la única forma de que encuentre al joven de la foto es difundiéndola por los medios. Hoy a la tarde dará la primera conferencia de prensa luego de veintidós años de silencio. Será su gran golpe para redimirse y ascender. En su presente existe un gobierno que lucha por los desaparecidos y el esclarecimiento de crímenes de lesa humanidad, será interesante desmantelar una mentira militar contra montoneros. Sabe que lo apoyarán con sus medios contra los que protegen a los militares. Tomarán con alegría la desmitificación de lo ocurrido, la revelación de la mentira genocida. En sí, no le interesa mucho la política, pero sabe que es una buena herramienta para su sueño de redención. Sólo echará más leña al fuego de una lucha por el poder cumpliendo con su deber, por el honor de concluir el caso que tantos años lo tapó. Se refriega las manos y añora la hora de superar el fracaso.

El sol de las ocho pega fuerte en la acera ya casi seca. La vista de Francisco se fija hacia un punto perdido en el cielo, en la nada. Su andar es taciturno, parco, aunque su pensamiento corre dentro de su cabeza con la fuerza de mil caballos. En la diagonal que une Rivadavia y La Portela, al doblar enceguecido por el reflejo de un rayo del sol en un gran charco en la vereda, golpea con alguien que lleva su vista perdida en los techos de una casa de medias y sábanas.

Cae rápido de espaldas, gracioso y humillado ante el impacto con el otro, sus codos evitan que su cabeza golpeé contra el suelo. Se levanta como un resorte e intenta ver el rostro del caído frente a él, al que le cuesta erguirse. Extiende la mano al muchacho para pedirle disculpas y ayudarlo a ponerse de pie. Al erguirlo, Molinedo, paralizado y sorprendido, observa, por fin, las facciones del otro, reconocibles, vistas hace poco. Se esfuerza por recordarlas ¿De dónde te ubicó?, se pregunta y une esa mirada celeste suave que se clava en la suya, espantada por ser descubierta por un policía con su reglamentaria en el cinturón.

Rápido, Esteban, reconocido, se da vuelta para la fuga. Francisco mira, petrificado por un segundo fatal, como dispara de sus manos. Al tenerlo a ya casi diez metros de distancia, reacciona y corre lo más veloz que puede. Lo persigue sacando su arma, sin importarle la gente espantada que se tira al suelo o se mete en los negocios y departamentos para dejarlo pasar al grito brutal y desesperado de:

- ¡No corrás pendejo, que quiero hacerte unas preguntas! ¡La puta que te parió, no me obligués a pegarte un tiro! ¡Tírense al suelo, ustedes, carajo, no molesten así no hay heridos, déjenme pasar!

La gente acata con temor. La carrera es despareja para Molinedo que dobla a la derecha, en La Portela, para no perder al pibe que besaba a su culpable, a la respuesta de todas las preguntas. Con la mano libre y a la carrera, saca el radio y grita a los otros:

- Vengan para Rivadavia y La Portela, tengo al pendejo, a Esteban.

Guarda el radio mientras ve al otro en el pasaje, a tiro entre edificios y un colegio. Detona. El disparo, seco, veloz, perfora la pierna del joven, lo tira al suelo, lo vence. Algunos chicos, aterrados, que ingresaban tarde al Colegio “Fernando Fader” observan atónitos; otros se asoman desde Rivadavia para presenciar la escena de película. Molinedo tiene el poder, la posibilidad de, por fin, conseguir a quien responda sobre Alberto, sobre Arlequín, sobre por qué está pasando esta locura en menos de doce horas, este infierno. Todo se precipita, el tiempo pierde sentido. Y ahí está apuntando con su reglamentaria, confiado, alegre, sin mirar más que al chico retorciéndose, sufriendo y puteando; sin oír los gritos, enceguecido por la victoria, de las personas que advierten, como en una obra infantil, que mire hacia atrás, al atacante, al enemigo, Molinedo se siente magnánimo.

 - No te hagas el pillo, pendejo. Sé, quien sos: Esteban. Vas a tener que responder muchas preguntas, casi que me vas a tener que contar un cuento perfecto para que no terminés en cana. Sos carne de cañón. Mío.

El pibe se retuerce, una sombra comienza a taparlo, mientras mira a Molinedo confiado de ponerlo en jaque y sin percibir, la presencia de otro a su espalda. Tarde, escucha los chillidos histéricos del público. Molinedo no le da importancia a esa enorme sombra que se cierne sobre él y el joven, piensa que es una nube. Sin embargo el sonido de una respiración en su oído lo hace gira y, sin poder terminar el movimiento, recibe un duro puñetazo que le golpea de lleno en la mandíbula y lo deja, inconsciente, en el suelo.

Listo. Salvado.

- Suerte que te seguí.

- Sí, gracias, Mapu- Esteban suspira alegre por mi aparición, se toma la herida dolorido.- ¡Cómo duele, la concha de la lora!

- ¿Por qué hiciste este juego de persecución conmigo?

- Perdón, pensé que me querías matar, pero no es tiempo para esto. Ayudame, me duele, levantame con cuidado y llevame rápido al hotel.

- A ver… así… no te pongas rígido… perdón. Ahí está.- La gente me observa con miedo, boquiabierta, no había necesidad de este violento show, de esta exposición.- A guardarnos cuanto antes que ya deben venir otros yutas.- Mapuche apunta con su revólver a las personas que se alejan dándole paso.- No se acerquen, no quiero lastimar a nadie.

Me alejo lo más rápido posible antes de que vengan los refuerzos que llamó ese tipo, un hombre joven, rubio, con rostro familiar viene corriendo a lo lejos con un arma. Ahí hay un taxi.

- Detengase o le disparo.

Por suerte el temor lo hace acceder fácilmente al tachero que nos abre la puerta mientras no dejo de apuntarle y arrojó a Esteban a los asientos de atrás y subo al del acompañante. El rubio corre hacia nosotros pero el coche arranca antes. El gordo que atacó a Esteban era el que se encontraba con Raúl en el Cabaret de este barrio de mierda. ¿El otro nos seguirá? ¿Por qué me resulta familiar?

- Vamos hasta Entre Ríos y Belgrano y te indico bien donde nos dejas.


El muchacho está inconsciente desde que lo subí. ¿Cuándo se acabará este infierno?

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