domingo, 3 de agosto de 2014

Segunda entrega

Elena II

…de pequeña, a los doce años, 1983, cometí mi primer crimen, crucé mi rito de fuego e iniciación en el mundo de los asesinos. Obligada por mi padre quien, desde que tengo conciencia, me repetía que debía ser capaz de matar, fríamente, al ser más indefenso y fiel del mundo, al que más lástima me pudiese producir. ¡Mierda, cuánto tiempo de todo eso! No debía ser débil ni sensible, debía convertirme en una autómata, una máquina, un arma que ejecutase los mejores crímenes sin temor ni dudas, a sangre helada… A mis cinco años, estrangulé a mi perro Chicho, lo único que recuerdo que alguna vez quise, allá, en mi casa en La Boca, donde vivía con el hombre al cual llamaba “papá” poco convencida de que él lo fuese por su forma de criarme tan distante, sin cariño. Todavía, siento, mientras aprieto el volante, los huesos quebrándose del cuello, la agitación agónica, en mis manos tensas, sucias y mojadas por la baba que caía de las fauces de la fiera entregada. Mis ojos se clavaban en la pobre víctima y mi rostro no mostraba compasión ni miedo a pesar de ese hecho que hubiese horrorizado a cualquiera, menos a mí, pues todo salía como él había pedido. Concentrada. Ni una partícula de culpa existía en ese primer crimen. Cuando cesó su respiración, en vez de llorar, una sonrisa de placer se dibujó en mis labios sádicos. Lo recuerdo como si hubiese sido ayer, sus pasos a mis espaldas, su palma posándose sobre mi espalda arqueada mientras arrojaba cual muñeco despreciado el cadáver del perro, y su sentencia “De ahora en más serás mi mejor mercancía”… así, borró todo rastro de humanidad en mí, borró mi nombre, para iniciar este presente dentro de este maldito auto, yendo a rendir cuentas a un pescado gordo, mugriento, por las cagadas de otros; así, dejaba de ser esa “hija”, si es que alguna vez lo había sido, para ser un objeto, un fetiche que entrenaría para cotizar como la mejor asesina del mercado. Me demostró y enseñó, principios que valoro hoy, que no debía matar o morir por ideales o sentimientos, sino por guita, lo único que merecía algo parecido al afecto era la guita y el poder por el poder mismo. El placer se cerraba allí.

 Atrás me viene siguiendo hace cinco minutos el auto de escolta, un Mercedes negro. Bajé varias veces la velocidad, aceleré y jamás me sacó un segundo de ventaja, siempre la misma distancia. ¿Será el único? Lo dudo. Después de aquel bautismo, empezó mi educación. Primero aprendí a no sentir nada, ni odio, ni amor, pues no debía existir en mí compasión por nada ni por nadie nunca.  Así maté a Alberto, hace unos minutos. Me gritaba día y noche que los sentimientos debían ser nulos que siempre complicaban los trabajos, no debía nunca dejarme dominar por las emociones. No siento culpa, por lo de Alberto, pero sí algo extraño. Basta, no tengo que pensar en él. Todo, hasta los más pequeño e inofensivo, merecían el mismo trato, el de objetivos, incluso él, incluso yo. Pero creo que a él lo odié por lo que hizo, por lo que pasó… ¡Basta, Elena, basta! Pasado mi entrenamiento técnico y táctico, a mis ocho años, empecé mi instrucción física, largos años de artes marciales: Karate, Taekwondo, y en especial, el arte perfecto del camuflaje y el asesinato, Ninjitsu. También desarrollé una memoria perfecta para planos. Eso me lo enseñaba con tanta pasión. No le importó robarme la infancia, lo rememoró repitiéndome que la familia era un inventó burgués y religioso, político, una trampa para controlarnos. Él pregonaba que triunfaría escuchándolo y siendo rápido una adulta independiente. Aquel entrenamiento me ayudó a adquirir una perfecta habilidad para moverme en espacios desconocidos: salidas y entradas, pasadizos, y si había, habitación de armas. Todo era memorizado: croquis, fotos. Terminé ese aprendizaje a mis once años, entonces, me miraba al espejo, pensaba en el cuerpo de otras niñas de mi edad y notaba que mi físico se había desarrollado mucho más que el de cualquier otra. Sin importar la remera que usase, se me marcaban los senos. Con un metro setenta de estatura, mi cuerpo era fibroso y bien formado como el de una mujer que había pasado la adolescencia aunque mi rostro era el de una pequeña inocente, lo que me daba un toque perverso. En fin… una niña alta, inteligente, bella, flaca, madura y fuerte: un arma perfecta. ¡Qué graciosa definición! Sé sacarme los nervios fácilmente.

 Dos Mercedes más, la escolta está completa, no me gusta nada. ¿Cuántos serán?, ¿nueve, diez dentro? Como si nunca hubiese luchado con más de uno, ya en esos tiernos once años  sufrieron un terrible castigo tres giles que quisieron abusar de mí. Fue una noche que volvía de ninjitsu a mi viejo hogar. Delgada y bonita caminaba, despreocupada, con el bolso que llevaba la ropa de gimnasia y vestida provocativamente con ropa veraniega: un pantaloncito de jean que llegaba hasta las rodillas, ajustado y una musculosa que marcaba mis pequeños senos. Repasando lo aprendido, cometí el error de no percibir a los tres jóvenes que salieron de un callejón, de la oscuridad, de entre las pintorescas casas de Caminito y comenzaron a moverse detrás de mí. Me tomaron desprevenida –error de niña tonta, me reprendería luego mi padre. Como un rayo, de espaldas, dos de ellos me atraparon, estiraron fuerte y separaron en cruz mis brazos enganchándolos en mis axilas. El tercero me enfrentó llevando su mano, sucia, torcida, hacia la bragueta para intentar violarme, mientras que la otra la puso a la altura de su boca formando una uve con el índice y el largo pasando entre medio su lengua de arriba hacia abajo velozmente. Se acercó lentamente, se sentía tan seguro de poder llevar adelante su violación, pero, la ilusión de abusar de una niñita indefensa les duró poco a esos imbéciles. Con la fuerza de mis piernas, salté, aprovechando mis brazos atrapados para tomar impulso, y le exploté los testículos al idiota que se había chupado los dedos con una patada que le ensangrentó los pantalones; en una milésima de segundo, mudó su rostro lascivo por una mueca de terrible sufrimiento. Los que me sujetaban se quedaron estupefactos y, en sus anonadamientos, soltando sus brazos de mi cuerpo, agarré sus nucas y, rápida, brutal, les reventé las caras de frente. Así los dejé: tirados, quejosos, humillados, locos, temerosos, desangrados y meados. Mojé mis dedos en la sangre del suelo, marqué mi rostro para que el barrio se enterase de mi hazaña, para que viese la marca, orgulloso, aquel que se hacía llamar cada vez menos “padre” y más “dueño”…

Qué raro, me pasó uno de los tres Mercedes que me escoltan parece acelerar e irse. Cómo los llenaría de plomo si no fuesen gente del Big Fish. Mi primer disparo fue a los doce años, cuando me regaló mi primera pistola con silenciador; mi primera y mi única amiga. Me había dicho que, a partir de ese instante, mi nombre sería Elena. Me bautizaba ya no como mercancía, sino como asesina. De aquella manera, mi yo original pasaba al olvido. Es gracioso, pero ya no recuerdo mi otro nombre, este, el último elegido en un ritual de mi bautismo de fuego sería mi centro, aquel por el que me conocerían los pocos integrantes de mi grupo, en cambio, para la sociedad, para el común de la gente, para las distintas misiones que debería hacer a lo largo de mi vida, tendría miles diferentes. De esa manera, mi padre, mi ex dueño, mi jefe, me explicaba que llevaría adelante mi primera misión, la prueba, en la cual debía demostrar mi valor, mi destreza y mi inteligencia. Cruzaría el primer umbral en donde tendría que mostrar si había servido todo mi aprendizaje, si valía realmente lo que prometía. Debía ingresar a un departamento desconocido, llegar hasta el cuarto piso, liquidar a un hombre odioso para mi padre en una oficina oscura y listo. El cumplimiento efectivo de esa misión marcaría el fin de mi iniciación, la libertad, para empezar el camino de lo que soy ahora: una asesina.




Molinedo I

El cadáver es lo primero que ve Francisco Molinedo, Oficial inspector de la Policía Federal, cuando irrumpe en la habitación que apesta a muerte. El cuerpo tendido, la cabeza reventada, vestido con traje negro. La tiza dibuja el contorno de su silueta de donde será sacado. Francisco es secundado, a sus espaldas, con otros menos importantes, por Felipe, un policía novato y joven asignado especialmente para acompañarlo a ese asqueroso esparcimiento de sesos y sangre con carta suicida en mano, una coartada vulgar, una pista falsa, una estúpida mentira.

Llegaron a ese infierno por culpa de un vecino, un hombre gordo y sucio, chusma
y atento, que los llamó para informarles, quizás, pensó Molinedo, como hacen varios hombres solitarios y aburridos, para mentirles, que había escuchado voces, a una mujer y a un hombre que discutían y parecían al borde de lo inevitable, lo que ocurrió, lo que está frente a sus ojos: la muerte ejecutada por un disparo que se confundió con un trueno de la tormenta pasajera.

Todos trabajan yendo de aquí para allá. Las manos, dentro de los guantes, recolectan pruebas, revisan. La escena del crimen está repleta de policías que se sofocan ante el calor y la humedad. Ahora, Molinedo debe ejecutar la lectura de signos que demuestren que están ante una pantomima, una burla a las Fuerzas, a él, en especial a él, harto de falsos suicidios, de crímenes tapados, de casos que agravan su fracaso. La carta es recogida con suavidad por los guantes de Felipe quien se la lleva hacía sus ojos verdes y su flequillo rubio.

- “A quién lea sepa que me maté por mi violenta vida. No soporté más.

A mis veintidós años ingresé en un grupo de sicarios, en 1980, para vengarme de los milicos y hacer otros trabajos por guita. Uno por uno, desde el que mandó a ejecutar la emboscada a mis viejos que eran montoneros, hasta al último que disparó a nuestro coche rodeado por sus Falcón, fueron liquidados. Esos hijos de puta, que ignoraban que yo estaba dentro presenciando esas horrendas muertes, con diez años, sin entender del todo los motivos, mordiéndome los labios para no gritar porque ellos me habían pedido que me callara que si quería vivir no tenía que gritar ni aunque les pase lo peor. En fin, gracias a mi Excalibur, mi Colt, esas basuras se pudren en el infierno más terrible.

Escribo esto, lo declaro porque fue uno de los tantos crímenes que jamás se pudo resolver en este país y no me quería retirar de él sin el honor de decir “Soy el ejecutor”.  Actué por la paz de mi alma. Había sido consumido por el odio, en mis venas latía la venganza. A mis quince años, conocí a Raúl en una movilización que pedía por la vuelta de la democracia, en donde estaba buscando alguien que me ayudase a matar a esas ratas y tuve la suerte de encontrarlo o quizás era el destino que ya estaba marcado. Estábamos yendo para Plaza de Mayo desde el Conurbano y cayó la yuta. Nos rodearon, provocadores, y los destrozamos. Desde ahí entablamos, lo que creí, una amistad inquebrantable. Me entrenó por cinco años, física, mental y espiritualmente, para vengarme y borrar el odio que carcomía mi alma para que ninguna emoción me llevase a cometer errores. Después de matar a los milicos y liberarme de esa carga, ingresé a su grupo de sicarios. Trabajé con ellos hasta hoy, y si bien siempre he mantenido un alto código de lealtad, su traición, la de Raúl, el líder de la banda, me lleva a querer verlo muerto. Porque me usó y luego nos vendió, pero antes de que me agarren a mí, prefiero mi muerte y su encierro. Búsquenlo, métanlo preso, por mí ya está, no quiero seguir.

La dirección: Yerbal 2533 2° B.
 Alberto.”

En esa lectura, tenue, monótona de Felipe, un fragmento, unas palabras que pronuncia, sorprenden y hacen temblar de emoción a Molinedo. Si bien parece un relato, casi literario, una mentira, una inverosímil construcción para un suicida, esa casualidad bien construida, lo golpea en el rostro con toda la fuerza del pasado borboteando en su memoria. Sabe que los nombres que está leyendo son fantasías, que costará mucho saber realmente quiénes eran este Alberto, desfigurado por un balazo, y ese Raúl al que entrega con pito y bombo. Resuena, en su cabeza, analítica y pasional, el crimen, la venganza de los milicos, el caso, eso que produjo el temblor. Esas muertes, el año, 1980, veintidós años. Él había ingresado a la policía, en el setenta y ocho con veinticuatro, motivado por su padre, no por el momento turbulento del país. Era bueno en las investigaciones hasta ese maldito caso dos años después de su ingreso que fue imposible resolverlo. Ese esperpento de sesos volados mató torturadores de la ESMA con los que él nunca había querido tener contacto. Los medios callaron la posterior contraofensiva que tomaron los milicos contra otros inocentes de esos crímenes, pero informaron sobre otros perejiles para no mostrar inoperancia en las fuerzas. Sin embargo, su humillación dentro jamás no fue tapada. Recuerda que sus primeros trabajos habían sido más que excelentes. Todos le auguraban un gran futuro, pero ese fracaso, ese golpe del cual nunca pudo recuperarse, le arruinó toda su carrera. Piensa que en el presente, en este 2012, donde tanto se habla por la lucha de los Derechos Humanos y se persigue a los genocidas de ese tiempo, podría redimirse y borrar aquel momento en que había admitido la derrota, joven, con un cuerpo que adivinaba su obesidad, con mirada nerviosa, queriendo explicar, lo inexplicable, lo que no se deseaba oír. ¿Debía comentarle a su superior Altagracia que vivía riéndosele en cara? ¿Debía encargarse él solo?

El calor de la habitación lo hacía sudar, pesadas gotas de sudor recorría su rostro rechoncho y si bien tenía ahí pistas, a un muerto, no tenía idea de contra quién se enfrentaba, no había rastros de un asesino, más que la declaración del vecino de una voz de mujer. Pero estaba claro, se olía a kilómetros, que esto no era un suicidio. Además la letra que ve en la carta que le acerca Felipe es redonda también de mujer.

En su memoria aparecen las balas con tribales incomprensibles, lo único que coincidía en la muerte de todos esos militares. En la investigación, de aquel entonces, destinada al fracaso, había intereses políticos, ¿qué le asegura que no los haya ahora?, ¿qué demonios podría desatar? A este loco lo querían muerto, de eso no había duda, pero ¿por qué esa declaración?, ¿a caso no era más lógico que eso no lo descubriese nadie? ¿Dónde estaba la maldita trampa? Ese hombre, en su momento se había valido de la protección que podía darle el estar dentro de un mundo como el de los sicarios, agentes del poder y la oscuridad. Pero qué significa ese teatro es lo que no le cierra. Piensa en las balas, las que habían matado a los milicos tenían esos dibujos tallados.

- Pibe, andá a ver si quedó alguna bala en el cartucho.

Felipe se acerca, cauto, ambiguo, hacia una bolsita cerrada cerca del muerto. La levanta y saca de allí lo pedido. Cuando golpea el cartucho con la palma para ver si está cargado, hace un movimiento torpe que provoca que las balas caigan al suelo, desplomándose. Francisco se acerca lento, gordo, ansioso por la revelación, por el comienzo del fin de un caso nunca cerrado, por salir de la puta oscuridad en que está hundido. Sentirse un fracasado no es lo mejor. Con sus guantes, con sus dedos, levanta la bala más cercana. Buscar la marca. La aproxima, con lentitud, a sus ojos y ve el pequeño objeto dorado, calado, dibujado con la anhelada señal de antaño en su metal. Las otras dos que levanta, también, como en las de entonces, llevan arcanos tribales grabados. Por fin, tres de ellas, sin disparar, duermen en su mano; por fin, ante sí, la presencia de lo que, por veintidós años, fue su pesadilla, su peor dolor, se revela, casi llora, se contiene.

- Vamos para esa dirección lo más rápido posible, pibito. Deja a un grupo levantando lo que queda.

El muchacho acata la orden, sumiso, lento, sinuoso, junta a tres peritos y les indica los pasos a seguir. En secreto, cuidando que Molinedo no lo observe recibe un papel que esconde y otro que le lleva: una foto del muerto, reconocible por la vestimenta y la contextura física. A pesar de ser un dato importante, Francisco no le da importancia y ni la mira, pues no puede caer en que está iniciando una revancha contra el fracaso del pasado. Desea saltar de alegría, se vuelve a contener.

Salen del departamento al patrullero para buscar más respuestas sobre ese tal Raúl. Dentro del coche observa la foto que Felipe, le entrega al fin, en la que hay dos personas. Uno es, reconocible por algunos pedazos de la cara desfigurada por el disparo que quedaron en su memoria, ese tal Alberto que firmó la carta; y, el otro, un joven, la nueva incógnita, rubio, fuerte, podría ser Raúl, que lo acompaña dándole un tierno beso en la boca.

- Así que este se la morfaba, ¿y si es un suicida despechado que inventó una historia de mercenarios para que hagamos mierda a su examor?

Felipe lo mira extrañado, incrédulo, desafiante:

- ¿Lo dice en serio, Jefe?


- No, pibito, es joda. Arranquemos para lo de Raúl.- Responde decepcionado porque Felipe no comparte su chiste, su emoción, porque no entiende, pero no importa. Ahora su único anhelo es llegar a esa deseada verdad que siente tan cerca.

3 comentarios:

  1. Nooo Yerbal 2533, menos mal que cambiaste el piso sino cagabamos jajaja
    Muy buena, súper entretenida, atrapante y misteriosa y los dibujos geniales!!!

    ResponderBorrar
  2. Hola que bueno ! Capaz fuimos vecinos...mis parientes son de la planta baja..flores

    ResponderBorrar
  3. Hola que bueno ! Capaz fuimos vecinos...mis parientes son de la planta baja..flores

    ResponderBorrar