domingo, 31 de agosto de 2014

Sexta entrega


Elena V

Elena recobró el conocimiento pleno cuando Ludovic retornó al cuadrado húmedo y oscuro que era su prisión, taconeando, violento, con ritmo militar. Por primera vez, podía distinguir bien el lugar en el que hallaba cautiva. Una pobre lamparita colgaba del techo, desnuda, emitiendo una mortecina luz en el pequeño cuarto; sus paredes estaban repletas de moho y caños rotos, algunos azulejos colgaban del lado derecho marcando que allí había habido un baño espacioso.

- ¿Cómoda? – la rodeó como una serpiente, un animal o un monstruo que muestra sus colmillos y olfatea la sangre intentando percibir miedo en la hembra prisionera, resistente a la pregunta provocativa. Se detuvo, la miró de frente, irónico, burlón, cínico- ¿Cómo está la lujosa estadía? ¿Sabés que el turismo ha crecido mucho estos últimos años en el país? ¡Mirá que excelente habitación! ¿No, es cómoda? Lo mejor para los turistas.

Las palabras concluyeron en un denso y pesado escupitajo de Elena en pleno rostro del alemán quien con odio, penetró, divertido y desafiante, en los ojos de la mujer de expresión violenta y viril. Respiró hondo, como si meditase su próximo acto muy concienzudamente. Entonces, furioso, le dio un cachetazo de revés, de supremacía, disfrutando de tenerla atada como un animal indefenso.

- ¡Idiota!

Elena intentó erguirse luego del golpe que la había doblado a la izquierda. Escupió sangre, quiso seguir manteniendo la mirada a Ludovic para demostrar una valentía superior a la de cualquier hombre. Este reconoció el desafío disfrutándolo.

- No te hagás la viva, tengo órdenes de matarte si nuestro infiltrado no soluciona las cosas. Se te pudrió, vas a ser boleta. Están muertos, vos y todos tus hombres, el indio y Esteban, bien muertos. Aunque no se soluciona o sí; veras los cadáveres a tus pies sacrificados. El jefe está trabajando activamente para arreglar sus asuntos por su cuenta. La pudrieron.

La furia contenida, los labios silenciosos deseando explotar. Elena no podía gritar todo lo que hubiese deseado, sabía que su situación era totalmente desventajosa. Nadie podía ayudarla. Sus brazos esposados. Sola, en el centro de un cuarto casi vacío con tuberías de gas y agua exteriores, muertas, rotas. Rotas, eso podría ser su salvación, pensó, si no la mataba ahora, podría luego hacerse de uno de esos caños. Ludovic le tomó la pera con el pulgar y el índice para sostener las desafiantes miradas.

- Sos fuerte. Pero ¿cuánto te puede durar este juego? ¿Cuánto? ¡Habla!

Elena despertó de sus maquinaciones, gritó fingiendo desesperación para ver si el otro, gozando de su dolor, le daba tiempo para nuevas torturas y otra oportunidad para intentar liberarse.

- ¡Qué mierda querés de mí, sorete! ¡Maté a Alberto, mandé a matar a Raúl y relacioné todo con el pibe nuevo y nos van a matar! ¡Son unos hijos de mil puta!

Ludovic, burlón y canallesco, sonrió ante la explosión de Elena. Mientras se acariciaba el revés de la mano, le mostró los dientes.

- Un horrendo chiste del destino, ¿no? Tantos sacrificios y buenos trabajos para nada, para que derive en la investigación de un policía de Flores, un tal Molinedo, que los ha puesto en problemas. El tipo está investigando profundo y eso no conviene. Tenemos que matarlos a todos. No deben existir pruebas ni testigos de toda esta locura

- ¡Me traicionan! ¡La puta, soltame! – Elena rugía zamarreándose nerviosa para moverse algunos centímetros hacia el tubo, el caño del gas, al tiempo que Ludovic giraba. Se iba, la dejaba sola con la promesa de torturas. Sorpresivamente, como un rayo, se dio vuelta para golpearla con el puño cerrado en el estómago. Elena quedó sin aire y la cabeza colgando hacía adelante al tiempo que el alemán la observaba abstraído escupir sangre en sus rodillas, sonría ante esa brutal imagen.

Finalmente, el hombre repugnante se alejó y cerró la puerta. Elena, sola, esposada, no encontraba respuestas a ese desquiciado infierno, no entendía por qué el Big Fish había ingresado al juego, menos la determinación de liquidarlos a todos porque un policía estuviese investigando, tampoco comprendía el envío de ese loco para torturarla. Estaba perdida, en un juego, que no supo controlar, que se le fue de las manos. Ella siempre había confiado en sí misma, pero aquella peona que había sabido coronar ya no tenía caso. Esta situación requería mucha fuerza y sentía que la estaba perdiendo. Sin embargo, había que mantener la templanza, necesitaba evitar la muerte. Por lo tanto, lo único que podía hacer era emprender la fuga peleando contra ese enfermo y sus lacayos.

Mapuche III

De vuelta en la habitación, sucios, cansados. El pibe herido, sangrando, piensa Mapuche, otra vez encerrado en el baño donde un celular descansa, inútil, recién usado, en su mano. Oprimido por la reclusión, la no respuesta de Elena, sino de otro hombre que le informó que se encontraba bien pero que no podía atender, que le dijera dónde estaban. Cortó luego de oír esa respuesta. ¿La tendrían atrapada? ¿Los habrían localizado luego de esa llamada que hizo hace media hora? Al policía rubio lo había perdido en el camino con facilidad. Encerrado con un herido como en una trampa fatídica, Mapuche se tira del pelo con tristeza. Descubiertos, si no por esos que podrían llegar a tener a Elena, sí por el policía gordo que tendría que haber matado pero había preferido huir.  Se preocupa, nos tiene fichado la cana. Sale de su introspección hacia el cuarto, con gazas y vendas, para curarlo.

Esteban, con la pierna estirada y vendada, escarlata, rígida, mira, ya sin la insolencia de horas atrás, ni con el miedo, con culpa, perdón y lástima, frágil. Mapuche, sale del baño, no lo reconoce a primera vista, debe mirarlo con atención para asegurarse de que en esa expresión, de espanto ante la muerte, sobrevive una pizca de insolencia. Observa, en el espíritu del joven la angustia de saberse cerca del fin, la resignación ante el absurdo de luchar contra lo inevitable.

- ¿Alguna noticia de Elena?

- Sí y no, la llamé varias veces antes de que cometieses la locura de exponerte tanto y no atendió. Cuando te dormiste, hace media hora, insistí y me atendió un hombre del Big Fish, un tal Ludovic, dijo que Elena estaba bien, pero que no podía atender. La tienen atrapada. Esto se está complicando demasiado. Permitime.

Mapuche se acerca para cambiarle el vendaje de la pierna. En una mesa de luz cercana hay un frasco con un líquido espeso verde, vegetal, del que ha sacado una importante cantidad, con sus gruesos dedos, para calmar el dolor de la pierna baleada. Con cuidado intenta desprender los pedazos de gaza y venda sucias y olorosas. La carne está roja, no se ve del todo mal, juzga Mapuche, mientras deja el frasco y coloca en un poco de algodón el ungüento y comienza a esparcirlo sobre la herida.

- La herida mejora, no hay posibilidad de gangrena, en seis horas te paso por tercera vez y vas a estar como nuevo.

Ring. Ring.

Irrumpe el teléfono de la habitación. Miran hacia la pequeña mesa oscura donde se encuentra el aparato sonando, extrañados. Mapuche se levanta dudoso, desconfiado y toma el tubo para frenar ese ruido insoportable que ha roto la poca tranquilidad que tenía. Se acerca el auricular al oído y pega el micrófono a sus labios. Dentro de sí hay una lucha interna entre el temor y la esperanza en la que quiere mostrarle lo segundo a Esteban que lo observa impaciente. Simula, en fin, la entereza interna y externa de la que carece.

- Hola… Sí… Sí…Bueno… Muchas gracias.

Mapuche cuelga, con cuidado, lento. Esteban mira, ansioso, temeroso.

- ¿Quién era, che?

- No sé, es raro. Alguien del Big Fish para ayudarnos, pero yo no les pedí ni pizca de ayuda- contesta Mapuche acercándose a la puerta que da al pasillo mientras saca de sus cintos una de sus hachas para defenderse.

- ¿Cómo saben que estamos acá?, ¿se los habrá dicho Elena?

- Lo dudo, quizás interceptaron mi llamada. Como sea, busca tu arma.

Mapuche apoya su espalda al costado de la puerta con el hacha en su mano derecha, expectante. Esteban no puede ver desde la cama más que la puerta que protege el indio, pero no a este. El miedo de una nueva amenaza, a él que se sentía intocable, lo paraliza. No comprende la razón de buscar el arma. Nada tiene sentido, aunque vengan a ayudarnos o matarnos, esto va a terminar mal, piensa al mismo tiempo que intenta ordenarle a su mano temblorosa que se estiré en la incómoda posición en que se halla para tomar su salvoconducto. 

La tensión es enorme. Se dilata el tiempo, los nervios.

Extrañamente, en lugar de un golpe de llamado, suena un ruido de llave entrando del otro lado, seguido por un portazo inesperado que se estrella, fortísimo, contra el rostro de Mapuche al que Esteban ve volar de espaldas al piso golpeando su cabeza contra el filo del tabique de la pared y caer sin sentido. La cara sangrante del gigante derribado es tapada por una sombra que ingresa a la habitación. Esteban se activa en la búsqueda de su arma pero no la encuentra, putea a Dios y a la Virgen. La había dejado en el piso, debajo de la cama, pero no llega ni a tocar a su Beretta. Puta trampa del destino. Escucha los pasos cercanos, sigilosos, la mano tantea debajo de la cama, en la que está postrado. Por fin, roza el frío acero con la punta de los dedos. Grita “Hijo de puta, quién carajo te creés. Entrá acá y te mato” intentando, ridículo, parecer amenazante.

Sin embargo, la ilusión de amedrentarlo es muy lejana, pues los pasos se acercan. Tiene que ser más rápido, debe poder tomar el arma y dispararle al otro en la frente o el pecho; debe destruir la sombra que se aproxima, a ese rostro cubierto por una media, con rasgos familiares a la luz, y rubio aparece con un palo. Todo intento de defenderse parece inútil. El desconocido está más cerca, su mano no saldrá nunca, ni veloz ni armada, de debajo de la cama, pues el palo revienta su cabeza, dejándolo medio muerto, inconsciente en el mismo lugar en que reposaba. Antes de perder por completo el conocimiento, escucha la voz del que lo noqueó: “Ya son nuestros”.


Negro.

domingo, 24 de agosto de 2014

Quinta entrega

Elena IV

…estoy viva, si no, no podría pensar en nada, sucesión, mi pensamiento, mi pensamiento, la oscuridad es total, no sé si tengo los ojos tapados o he quedado ciega, pero muerta no, no, porque no pensaría, no articularía estas ideas que se reproducen, sin parar, no puedo frenar, es increíble cómo trabaja la mente cuando se recupera, cuando no duerme, o quizás sea un sueño del que no despertaré, ¿la muerte?, no hay despertar si no puedo mover mis extremidades, si no veo el mundo con mis ojos, si no lo tanteo, nada podrá existir entonces, ni mi pensamiento, por lo tanto, si pienso es que no, no estoy muerta, me atraparon, me hicieron la cama a mí, tan viva, ahora estoy en los brazos, en las garras, del enemigo, desearía recobrar el mando de mi cuerpo, dejar de estar pasiva en no sé qué sitio…

…escucho voces, por fin uno de mis sentidos me otorga un dato externo, percibo el viento sobre el metal de un auto, voces de hombres, gruesas, violentos, me bajan, me arrastran, brazos que me manosean, podría abrir los ojos, mejor esperar, abren una puerta con llave, me meten en un nuevo espacio donde me sientan y esposan a una silla; percibo la humedad de un sitio asfixiante, pequeño, el sudor, la sangre, el cuero, la pólvora anhelante de dispararse, me concentro en una voz en especial, por sobre las otras, rasposa, extranjera, con temor, reconocida, odiada, Ludovic, un esbirro del Big Fish, el mejor y el más sádico que oye atento la orden de su superior, por teléfono, me doy cuenta, por el silencio sumiso que alterna con palabras violentas, sus órdenes serán cumplidas, soy un estorbo para él, me quiere muerta, pero antes me hará sufrir, lo sé, el sádico gozó torturando montoneros y judíos en los setenta en centros clandestinos de detención en su juventud, donde se curtió, logrando que la sangre, el dolor ajeno, lo hiciera disfrutar de la sangre, del sufrimiento, me duelen los golpes, mis extremidades rasgadas por el asfalto, la vereda mojada, el barro caluroso, oigo pasos yéndose, dejándome sola con el alemán que pisa firme, al compás, me rodea, ahogando el ruido de la puerta al cerrarse, me tienen atrapada, como lo tuve hace horas a Alberto, la cazadora cazada, por qué, qué locura es está, acaso no hice todo lo que me pidieron, mierda, no se puede confiar en nadie, cómo salgo de esto…

- Muñequita, tanto tiempo. Estás como siempre te quise, dos horas de viaje inconsciente, no estás acostumbrada ¿no? Cuando recuperes el conocimiento por completo hablamos.

siento su respiración sobre mi cara, siento asco, luego su lenta separación, sus pisadas alejándose, la puerta abrirse, de nuevo, y cerrarse para despedirme, dejarme descansar para su sádica diversión.



Molinedo IV

Humillado, en la silla de su oficina, sucia, pequeña. No entiende cómo se le escapó ese pendejo, cómo no previó que no estaría solo, cómo desoyó los gritos de advertencia. Se recuerda aún, en ese pasaje, con el pibe retorciéndose por el disparo, la sonrisa del otro, la puta sonrisa que no supo interpretar. Lo tenía a tiro, era un segundo, agacharse y poner las esposas. Lo primero pudo hacerlo, pero lo otro fue imposible. Cuando se acercó lo suficiente al herido, un golpe brutal lo tumbó en el suelo. A los veintidós minutos, despertó, rodeado por refuerzos con Felipe a la cabeza que los había seguido en su patrullero pero dijo que los había perdido en mitad de recorrido. No sabe por qué no le cree, pero lo tiene que aceptar. La humillación de la derrota se dibujaba en el rostro de todos, algunos mostraban una sonrisa socarrona ante el vencido. Para peor, enciende la televisión y las noticias lo muestran caído, levantado por un cabo como si fuese un ebrio. Lo peor es que en ese acto, de su gabardina, cae la petaca de whisky, lo que hace estallar de risa a las personas que están allí, tanto civiles como uniformados. Otra vez, el ridículo. Ignoran lo que destapará y descubrirá. Esa tarde, mientras continúan las pesquisas en el departamento de Raúl y el sitio donde fue encontrado, suicidado, Alberto, dará una conferencia de prensa.

Ahora, en la soledad de su oficina, la petaca famosa sube hacia los labios, el whisky baja por la garganta calentándola, calmando. No sabe qué hacer, apaga la tele que se burla de él y escucha que se acercan alguien con pasos lentos. Patean la puerta, despacio, ingresa Felipe, con una caja pesada, con papeles que sobresalen, que tapan algo que pesa más que unas simples hojas y carpetas. En otro momento hubiese desconfiado y hubiese revisado el contenido, pero está agotado del juego de las intrigas y prefiere confiar. Se siente más viejo, más accesible, no puede perder tiempo en deducciones paranoicas de complot.

- ¿Qué es eso?

- Archivos y datos del caso, bastante para unas horas. ¿Qué veía?

- Los Simpsons. A esta hora es lo único serio que hay, los repiten, los repiten y no me aburro. Esos dibujitos descomprimen, te hacen pensar en otra cosa y te liberan de todo lo que te quemaste en el día, te dejan un poco más relajado.

Felipe lo mira extrañado, sobrador, pero acepta la respuesta que el otro le da.

- ¿Va a dar esa conferencia que tiene pensada para la tarde?

Francisco lo mira extrañado, incrédulo ante la altanería juvenil y sobradora del otro.

- Sí, qué sé yo. Mirá. No es un capricho. Tampoco una revancha. Pero, entendé, con estos descubrimientos puedo cambiar mi imagen.

- Puede ser. ¿Qué hago con la caja?

- Dejala por ahí cerca y si entre esos papeles tenés los resultados de ADN del pendejo al que le baleé la pierna, te lo agradecería.

Felipe asiente y apoya, en un piso gris y frío, la caja pesada como muerto. Mete la mano entre los papeles que sobresalen, no muy profundos, sin mostrar más que folios. Saca lo solicitado, lo entrega a Molinedo que lee atento. Se desalienta. Reconoce que está bailando con la más fea, la horrible. El joven, que se escapó, al cual le disparó, no existe para los registros de la Federal ni de la SIDE. Tampoco hallaron nada del otro, del animal que lo bajó de un golpe. No existen. Se llena de indignación ante los resultados, se enfurece.

- ¿Por qué mierda sos tan injusto Dios, la puta madre? ¿Esta es la eficacia de la tecnología del siglo XXI? ¿Esto es la perfección del biopoder que controla el mundo? Mierda, si todavía existen los fantasmas. Escuchame, pendejo, a estos los está tapando gente pesada. Escuchame, que no me equivoco.

Felipe lo mira con desinterés, especulando un insulto que calla, pero se anuncia en su boca, se asoma. Su parsimonia contrasta con la bronca de Francisco que parece poseído, desahuciado, al borde de una crisis.

- No sé, jefe, todo se pone cada vez más oscuro, ¿no sería mejor que se quede en el molde? ¿Hasta dónde se quiere hundir?

- ¿Vos me estás cargando, pendejo? Necesito salir de las sombras de este lugar de mierda, estoy sumergido, hace años, en la nada, en la muerte, por ese hijo de puta de Alberto. No es un capricho mi lucha, es el intento de conseguir una nueva oportunidad. El destino me pone esto para que culmine lo que me detenía, para que por fin consiga que haya un solo hecho de justicia resuelto. No me conociste a tu edad, era toda una promesa, pero ese sorete que apareció muerto esta madrugada fue el caso que nunca resolví y arruinó mi carrera.

Felipe lo observa silencioso, prestándole atención por primera vez a la venda que cubre la cabeza del otro, retrocediendo, de frente, hacia la puerta de salida. Molinedo se exacerba ante cada palabra que explota de su boca y la venda parece querer desenrollarse ante la inminente ebullición de su frente.

- ¡Por eso nadie me respeta! No, señor, no voy a parar hasta tener a ese pendejo del orto en mis manos. Sacarle toda la información, meterlo en cana. Si tengo que usar a los medios para acorralarlos, lo haré– se señala la cabeza con su índice indignado.- ¡Ves esto! ¡Alguien me golpeó porque estaba a punto de atraparlo, de saber la verdad! ¡Y, tenés el tupé de sugerir que me retire! No entendés nada, te falta experiencia, necesito salir de estas cuatro paredes. Para vos está bien ahora, pero yo tendría que estar en otro lugar. Me cagaron la vida y la quiero limpiar. Pasé de ser una eminencia a un viejo inútil al que llaman, burlones, el detective gordo y gris.

El decaimiento patético del discurso de Francisco produce rechazo en Felipe que se acerca hasta el bolsillo de su camisa de donde sobresale la petaca y la señala.

 - A un borracho como usted es difícil asociarlo con una imagen respetable. Sólo quería ayudarlo a que tome la decisión correcta, pero si es terco corre por su cuenta el peligro. Una lástima.

Molinedo se levanta indignado, enfurecido, humillado, mientras el otro gira sobre sus talones y sale ignorándolo, cerrando la puerta en el rostro antes de que exploten su indignación, su furia contenida, su decepción creciente.

- …Pendejo vení para acá… pendejo…


Cae sobre sus rodillas, sollozante, vencido, agotado y aún no pasó la mitad del día. 

miércoles, 20 de agosto de 2014

Escena inédita: Asesinato de Raúl

Estas páginas son una creación exclusiva de Rodrigo Cardama desde el dibujo (como siempre) hasta el guión. Esta escena fue sacada de la novela por cuestiones de transposición, pero realmente vale la pena poder disfrutar de estas dos páginas hechas allá por el 2010 que tiene una gran fuerza y creatividad.



domingo, 17 de agosto de 2014

Cuarta entrega


Mapuche I

Mañana después de la tormenta, en un mugriento hotel de Once, sofocante, húmedo y pesado enero, en habitación matrimonial, las siete y diez, están, ellos, los asesinos restantes: Mapuche y Esteban. Mapuche se encuentra encerrado en el baño, llorando en silencio. su cuerpo musculoso y monumental contorsionado, una máquina de matar morena disfrazada con camisa, pantalón de vestir y zapatos. Emite suaves sollozos en el inodoro. Siente culpa y dolor por las muertes de la noche. No las comprende el porqué. No durmió desde entonces, no ha pegado un ojo y Elena no responde, pero tiene la certeza de que ejecutó a Alberto, ella nunca perdona. Esteban mira una tele Hitachi que cuelga del techo acostado en la cama sobre sábanas claras a causa de los mil y un lavados que han tenido. Rubio, provocativo y distante, chupa un caramelo con lentitud y tranquilidad, a pesar de haber asesinado de frente, a traición, con un disparo a Raúl, el mentor de su mentor.

Mapuche se angustia, no comprende, duda si todo ha salido a la perfección como pensaba horas atrás. Se pregunta por qué tuvo que morir su gran amigo Alberto. No entiende, siente que el mundo está loco, equivocado. No puede creer que hace horas haya visto como Esteban liquidaba a quien lo incorporó a la agencia en 1991, quien lo ayudó a vengar la masacre de su familia. Mapuche le debía una nueva filosofía de vida y de amistad, pero, según Elena, pronto los iba a traicionar, había que actuar antes. Aceptó las órdenes de su jefa por lealtad. Lealtad a quien le envió a Alberto, primero, para recuperar las tierras de su familia y comunidad; luego, para sumarlo a su grupo dándole un trabajo en el cual podía desarrollar sus habilidades dentro del campo de batalla para el que había sido destinado. Por eso no rechazó la orden, se lo debía, hubo que asesinarlos. Elena se encargó de Alberto en soledad y por pedido de él reveló en la carta suicida su venganza contra los militares ya que su amigo hubiese querido que eso se supiese antes de morir, recuerda que alguna vez se lo había planteado mientras tomaban un café en la “Agencia”. Todo era una locura, sin embargo debía aceptarlo, pues la traición no se podía perdonar.

El sonido monótono de la tele impera en el recinto, a Mapuche le resulta imposible organizar sus ideas, no ir del presente al pasado sin cuidado, qué sentido tiene aferrarse al orden, perderse en el uso del tiempo cuando es tan malo.

- Mapuche, la puta madre, me aburro en este lugar de mierda.

El indio no responde, apenado, oscuro, retuerce una toalla entre sus manos como
el cogote de una gallina, mira el arma apoyada en el lavabo.

- Dale, no seas jodido. Si Elena no llama y no nos podemos comunicar no hace falta que vivamos como cautivos.

Mapuche, cierra los ojos, suspira, los abre y sale del baño para observar a Esteban que se levanta para irse, cansado y aburrido, hacia la calle, vestido informal, con el mango del revólver sobresaliendo del cinto.

- Esteban, es una locura que salgas, lo que ocurrió no es moco de pavo. Tenemos órdenes expresas de que si Elena no responde, ni llama, esperemos un día para salir para la “Agencia”.

- Dale, Mapu, no te pongas denso. Salgo un poco, estoy re podrido de este encierro. Además, necesito buscar una minita después de tanto tiempo teniendo que bancarme estar con Alberto por el plan de Elena.

Mapuche calla, acepta lo vulgar del joven que fue contratado hace un año por Elena para vigilar más de cerca a Alberto del que ya desconfiaba y supo agarrarlo de su lado débil: los jóvenes indefensos con sed de venganza como había sido él. Se resigna a que el otro abra la puerta desafiante y se vaya. Se muerde los labios con furia, con gran impotencia como aquella vez en que unos sicarios -como él ahora- mataron a su familia, torturándola, prendiéndola fuego, degollándola; sacándole todo, la vida, para que después pueda venderle el alma a Elena para calmar esa sed de sangre y venganza inagotable que ahora está dormida a causa de la pena.

Siente la puerta cerrarse. Suspira, resignado, tanteando las hachas, las armas favoritas, su fetiche aborigen, su recuerdo, sus raíces. Luego, justa su moderna pistola, la que estaba en el baño, en la funda que esconde en el interior del saco. Está preparado para salir y enfrentarse al sol que comienza a calentar y a evaporar la lluvia de anoche. Siente la humedad en los huesos. Lo mejor es no perder de vista al muchacho. Lo de ayer debe de haber tenido repercusiones policiales. Sabe que Raúl andaba en asuntos raros, lo había descubierto con un policía gordo, sospechoso, en un cabaret y Elena tampoco confiaba demasiado en Esteban, lo envidiaba por el deseo que Alberto sentía por él. Además ella quería que lo de Raúl se sepa para condicionar el actuar del Big Fish ante tanta exposición.

Afuera, pisando la acera mojada, piensa en la imagen de Alberto asesinado por Elena y lo ve como un imposible. Recuerda que, alguna vez, formaron un equipo ideal, una pareja que hasta compartió alguna cama. Pero esos ya eran tiempos remotos. Aunque no se figure ese balazo, lo sabe producido. Le molesta no tener noticias de ella, cree que lo mejor sería no perder al único del grupo que tiene cerca, si es que no lo entregaron. Aunque de dudosa confianza, es el único para seguir adelante. Lo cuidaré, se promete, aunque arriesgue la vida.

Mapuche II
Molinedo III

Lo persigo sin que me vea, no puedo dejarlo solo. Detesto las intrigas y sospecho que le puede pasar algo, lo intuyo. Camina en plena mañana por Once, derecho por Rivadavia en dirección oeste, está loco. Camina, camina y camina, sin detenerse, quizás me presiente y me quiere aburrir para que deje de seguirlo pero lo sigo lo mismo. A pesar de la distancia percibo su respirar melancólico y furioso por los sucesos. Aunque se haga el duro, aunque diga que Alberto no era más que una misión que le encomendó Elena hubo algo entre el muchacho y Alberto, ¿venía del amor? No sé, si amor, pero el pibe lo enamoró, ganó su confianza, fueron pareja y un tiempo compartieron hasta que pudo sacarle todos los datos para corroborar de que era necesario liquidarlo a él y a Raúl. Que él, Esteban, haya sido el encargado de matar a Raúl fue sorprendente, que Elena le haya planteado que también debía matar a Alberto, perverso. Sin embargo se negó a esto último y supe, ante esa negativa, que la mirada de Elena guardaba un reproche letal. El pibe no está seguro y yo no quiero quedarme solo por el momento.

 Veo su paso dudoso, aburrido, opuesto al que presencié en ese departamento en que liquidó a Raúl. Parecía un experto jugador de traiciones ejecutando a sangre fría al mentor de su maestro, Raúl. Ejecutaría a cualquiera por Elena había dicho, pero no pudo con Alberto… ¿Qué sentido tiene seguirlo por la larga avenida donde hay gente yendo y viniendo en este calor húmedo y pegajoso semejante al infierno?

Estoy cansado ya no estoy para jugar al perseguidor. Pero no me queda otra opción, debo hacerlo… evitar la soledad… a pesar del calor de muerte. Elena mandó a Alberto para que salve mi comunidad, en ella debo confiar, por ella lo debo cuidar. Con él fuimos a apretar a un hacendado, ex milico, intendente… mierda… no deja de caminar. Ese hijo de puta tenía dos mercenarios que, mientras íbamos a presionarlo para que nos devuelvan nuestras tierras expropiadas, violadas, quemaron mi hogar con mi familia, previo disparo en la cabeza y tortura a cada uno de ellos. ¿Qué día los maté? ¿Cuándo me vengué con mi brutal carnicería? No recuerdo. Solo se me vienen a la cabeza sus rostros antes de arder y sus nombres: Costas y Reyes. Seres repugnantes, sádicos, que me separaron a mí, a Huichahue, de mi familia. Mi nombre aborigen me destinó a ser aquel quien no retrocede ante el peligro, matador de fieras con mano desnuda para alimentar y defender a su comunidad, vertedor, inescrupuloso, de la sangre del enemigo. Por eso fui bautizado al campo de batalla. Aunque, al conocer a Alberto adquirí la identidad de Mapuche, la que adopté como nueva piel, para siempre, luego de perder todo lo que me ataba a mi tierra… El pibe está yendo rápido, buscando que me equivoqué y aparezca, me descubra, patético.

Camina, camina y casi corre, se dio cuenta de que lo sigo, pero ¿por qué hace esto? Lo igualo fácilmente en velocidad. Estoy cansado de ir de acá para allá, sin rumbo, de esperar la orden de Elena para volver a la “Agencia” hasta que llame. No se comunicó aún, eso lo ha puesto también nervioso al muchacho que quizás piensa que quiero matarlo. Lo entiendo, está podrido y temeroso… yo también, pero ¿tanto pudo apretar el paso como para meternos en Flores cerca de lo de Raúl? Al recapitular el pasado abolí la unión tiempo-espacio y me perdí el presente. Miro mi reloj, lo veo doblar, lo pierdo por mi distracción, son las ocho. Salimos siete y veintidós del hotel, han pasado cuarenta minutos de la salida de Once, casi corrimos.


Marcha desesperanzado por el barrio del Ángel Gris, por veredas y callejones que lo vieron nacer y formarse como ser humano, policía y nocturno detective, como Francisco Molinedo para Ángela, otras putas de cabaret y las calles. Ese barrio que fue cuna de sus secretos, como para el tanguero la orilla del Río de la Plata, lo acompaña con su silencio matutino, caluroso y nublado. No aparta de su mente la idea de que otra vez se le abren las puertas de la redención, que puede, por fin, limpiar su nombre, que las casualidades no suceden porque sí. El universo cambia a cada instante, las estrellas se alinean. Lo sabe, lo tiene que aprovechar, marcha. Piensa que la única forma de que encuentre al joven de la foto es difundiéndola por los medios. Hoy a la tarde dará la primera conferencia de prensa luego de veintidós años de silencio. Será su gran golpe para redimirse y ascender. En su presente existe un gobierno que lucha por los desaparecidos y el esclarecimiento de crímenes de lesa humanidad, será interesante desmantelar una mentira militar contra montoneros. Sabe que lo apoyarán con sus medios contra los que protegen a los militares. Tomarán con alegría la desmitificación de lo ocurrido, la revelación de la mentira genocida. En sí, no le interesa mucho la política, pero sabe que es una buena herramienta para su sueño de redención. Sólo echará más leña al fuego de una lucha por el poder cumpliendo con su deber, por el honor de concluir el caso que tantos años lo tapó. Se refriega las manos y añora la hora de superar el fracaso.

El sol de las ocho pega fuerte en la acera ya casi seca. La vista de Francisco se fija hacia un punto perdido en el cielo, en la nada. Su andar es taciturno, parco, aunque su pensamiento corre dentro de su cabeza con la fuerza de mil caballos. En la diagonal que une Rivadavia y La Portela, al doblar enceguecido por el reflejo de un rayo del sol en un gran charco en la vereda, golpea con alguien que lleva su vista perdida en los techos de una casa de medias y sábanas.

Cae rápido de espaldas, gracioso y humillado ante el impacto con el otro, sus codos evitan que su cabeza golpeé contra el suelo. Se levanta como un resorte e intenta ver el rostro del caído frente a él, al que le cuesta erguirse. Extiende la mano al muchacho para pedirle disculpas y ayudarlo a ponerse de pie. Al erguirlo, Molinedo, paralizado y sorprendido, observa, por fin, las facciones del otro, reconocibles, vistas hace poco. Se esfuerza por recordarlas ¿De dónde te ubicó?, se pregunta y une esa mirada celeste suave que se clava en la suya, espantada por ser descubierta por un policía con su reglamentaria en el cinturón.

Rápido, Esteban, reconocido, se da vuelta para la fuga. Francisco mira, petrificado por un segundo fatal, como dispara de sus manos. Al tenerlo a ya casi diez metros de distancia, reacciona y corre lo más veloz que puede. Lo persigue sacando su arma, sin importarle la gente espantada que se tira al suelo o se mete en los negocios y departamentos para dejarlo pasar al grito brutal y desesperado de:

- ¡No corrás pendejo, que quiero hacerte unas preguntas! ¡La puta que te parió, no me obligués a pegarte un tiro! ¡Tírense al suelo, ustedes, carajo, no molesten así no hay heridos, déjenme pasar!

La gente acata con temor. La carrera es despareja para Molinedo que dobla a la derecha, en La Portela, para no perder al pibe que besaba a su culpable, a la respuesta de todas las preguntas. Con la mano libre y a la carrera, saca el radio y grita a los otros:

- Vengan para Rivadavia y La Portela, tengo al pendejo, a Esteban.

Guarda el radio mientras ve al otro en el pasaje, a tiro entre edificios y un colegio. Detona. El disparo, seco, veloz, perfora la pierna del joven, lo tira al suelo, lo vence. Algunos chicos, aterrados, que ingresaban tarde al Colegio “Fernando Fader” observan atónitos; otros se asoman desde Rivadavia para presenciar la escena de película. Molinedo tiene el poder, la posibilidad de, por fin, conseguir a quien responda sobre Alberto, sobre Arlequín, sobre por qué está pasando esta locura en menos de doce horas, este infierno. Todo se precipita, el tiempo pierde sentido. Y ahí está apuntando con su reglamentaria, confiado, alegre, sin mirar más que al chico retorciéndose, sufriendo y puteando; sin oír los gritos, enceguecido por la victoria, de las personas que advierten, como en una obra infantil, que mire hacia atrás, al atacante, al enemigo, Molinedo se siente magnánimo.

 - No te hagas el pillo, pendejo. Sé, quien sos: Esteban. Vas a tener que responder muchas preguntas, casi que me vas a tener que contar un cuento perfecto para que no terminés en cana. Sos carne de cañón. Mío.

El pibe se retuerce, una sombra comienza a taparlo, mientras mira a Molinedo confiado de ponerlo en jaque y sin percibir, la presencia de otro a su espalda. Tarde, escucha los chillidos histéricos del público. Molinedo no le da importancia a esa enorme sombra que se cierne sobre él y el joven, piensa que es una nube. Sin embargo el sonido de una respiración en su oído lo hace gira y, sin poder terminar el movimiento, recibe un duro puñetazo que le golpea de lleno en la mandíbula y lo deja, inconsciente, en el suelo.

Listo. Salvado.

- Suerte que te seguí.

- Sí, gracias, Mapu- Esteban suspira alegre por mi aparición, se toma la herida dolorido.- ¡Cómo duele, la concha de la lora!

- ¿Por qué hiciste este juego de persecución conmigo?

- Perdón, pensé que me querías matar, pero no es tiempo para esto. Ayudame, me duele, levantame con cuidado y llevame rápido al hotel.

- A ver… así… no te pongas rígido… perdón. Ahí está.- La gente me observa con miedo, boquiabierta, no había necesidad de este violento show, de esta exposición.- A guardarnos cuanto antes que ya deben venir otros yutas.- Mapuche apunta con su revólver a las personas que se alejan dándole paso.- No se acerquen, no quiero lastimar a nadie.

Me alejo lo más rápido posible antes de que vengan los refuerzos que llamó ese tipo, un hombre joven, rubio, con rostro familiar viene corriendo a lo lejos con un arma. Ahí hay un taxi.

- Detengase o le disparo.

Por suerte el temor lo hace acceder fácilmente al tachero que nos abre la puerta mientras no dejo de apuntarle y arrojó a Esteban a los asientos de atrás y subo al del acompañante. El rubio corre hacia nosotros pero el coche arranca antes. El gordo que atacó a Esteban era el que se encontraba con Raúl en el Cabaret de este barrio de mierda. ¿El otro nos seguirá? ¿Por qué me resulta familiar?

- Vamos hasta Entre Ríos y Belgrano y te indico bien donde nos dejas.


El muchacho está inconsciente desde que lo subí. ¿Cuándo se acabará este infierno?

domingo, 10 de agosto de 2014

Tercera entrega de Sicarios

                                                                      Elena III

Elena apretó a fondo, con bronca e impotencia, el acelerador en la oscura ruta. Se apresuraba por escapar, por llegar y salir de esa espantosa presión que le imponían los Mercedes negros que la escoltaban como a un carro fúnebre. Hace un rato que la escena de persecución se había tornado en un asfixiante apriete: uno, por delante; dos, por detrás. La incomodidad le ganaba, le corroía la poca paz alcanzada luego de matar a Alberto. Nada se había solucionado con eso. No podía dejar de repasar su vida, su génesis, su universo, aquél que era suyo, solo suyo, y de nadie más.
Cerró los ojos un segundo, mantuvo la mano derecha firme, fija, sobre el volante para mandar la otra hacia sus labios que apretaban un cigarrillo que hacía rato los nervios habían prendido rememorando su historia.
Regresó a su recuerdo, mientras, detrás y delante de su deportivo, los otros, burlones, provocativos, odiosos, hacían parpadear sus luces como señas, juegos, chistes en la ruta mojada hacia Santa Fe. Ella con doce años, con su primera arma, su mejor amiga, su bella pistola con silenciador cometerían su primer crimen. En aquel tiempo, debió ejecutar su primera misión: matar a quien molestaba al padre, al jefe, para provocar un cambio sideral en su vida. Así se iniciaría en el trabajo que revolucionaría todo, la curtiría y le moldearía una conciencia fría y odiosa que necesitaría para ser la asesina que era.
Para eso tuvo que ir a lo que consideraba el mugriento barrio de Belgrano, mugriento de gente de guita, no de basura como el sur, La Boca en donde apestaba a suciedad y a bosta. En su cabeza, explotaban y se organizaban, en breves parpadeos, los planos del lugar estudiados día y noche con gran concentración. Conocía de antemano cada espacio por el cual debía moverse, reptar, para encontrarse con guardias que esperaban asustados, alarmados, atentos, un ataque directo, un asesinato que destronaría a su rey. La partida de ajedrez estaba trazada y grabada en su mente, sólo había que ejecutar un bien los movimientos y empezar a jugar.
Ella con sus doce años, con sus manos aferradas a la pistola con ansias había descubierto lo excitante de trabajar y matar por dinero e intereses ajenos. Esa sed se había creado en su corazón, nunca tierno y necesitaba saciarla con muertes. Lo que le indicó su jefe, su padre, fueron diez pasos a seguir. Debía ser como el peón que cauteloso avanza sus casilleros de uno para alcanzar la anhelada coronación. Sus lentos pasos por el edificio, en el que había entrado burlando al portero, escondida en su disfraz de inocente colegiala provocativa: mochila, arma escondida, minifalda escocesa azul y verde, remera de tela, con escudo, que le marcaba sus pequeños senos. Una niña sensual e inocente ingresaba en las escaleras de emergencia como había sido indicado para evitar menor cantidad de guardias que se hallaban dentro del edificio y también para arribar más rápido al cuarto piso y así matar al otro.
Las escaleras, al pisarlas, creyó reconocerlas, pero su padre le había dicho que jamás había ido allí. Pero ella tenía una buena capacidad para recordar espacios desde sus seis años y le parecían esos peldaños haberlos pisado por aquella época. Su memoria no solía traicionarla, pero se convenció de que una salida de emergencia como aquella podía existir en mil departamentos de la Ciudad de Buenos Aires. Aferró y apretó el arma, contra su pecho como una plegaria al ver al primer guardia solitario que no la había percibido mientras usaba su celular totalmente abstraído en él. Guardó la pistola en la mochila pues no sobraban balas y debía aprovechar la estupidez de ese hombre que tendría que haber estado atento vigilando. Sacó una pequeña daga con la punta bañada en veneno, un líquido letal de efecto inmediato que no daba posibilidad de respuesta traído de la selva chaqueña. Calculó los pasos del hombre y arrojó el proyectil.
El lanzamiento fue certero. Se clavó, limpio, en el cuello del gigante, que dejando caer el celular al piso y tocándose el lugar en donde había sido hecha la punción sin comprender, sintió un temblor en el cuerpo y comenzó a desplomarse, pero antes de llegar al piso Elena tuvo tiempo de sostenerlo para evitar el espantoso ruido delator del cuerpo musculoso al chocar contra el piso. Entonces, arrastrando el cadáver a un pequeño cuarto de basura, cumplió con el cuarto punto: “escondé a la víctima”. El primer crimen humano fue encerrado y siguió su ascenso.
Al pasar el segundo piso, la misión continuaba con sus cauces violentos, pues otros dos hombres estaban en el descanso de las escaleras que subía cauta y la separaban del tercero. Los siguientes guardianes que defendían el tercer piso se encontraban más atentos que el primero. Caminaban como autómatas de un lado a otro en un escenario, parecían centinelas atentos al menor ruido. Elena, volviendo a sacar su arma y dejando la mochila en el suelo, esperó que saliesen de sus campos visuales que se perdiesen entre ellos, para, de esa manera, usar dos de las tres balas de forma efectiva. Al instante en que uno, el más cercano a ella, atinó a girar, y perdió de vista al otro, Elena con su pistola, apuntando fijo, acertó un balazo en el medio del pecho, directo al corazón produciéndole la inevitable muerte. El cuerpo, como ella había necesitado produjo el suficiente, pesado, ruido para que, alertado, el otro se diese media vuelta, alarmado, asustado, y un disparo atravesase su cabeza dando en el centro de la frente. Esos últimos cuerpos, no importaba esconderlos, sólo los había escuchado caer quien debía: el hombre detrás de la puerta roída con un dorado cuatro grabado a su costado.
Parada frente a la puerta que daba ingreso al edificio sospechosamente desconocido, empujó con suavidad y dio el primer paso en un espacio oscuro. Buscó una luz y, a antes de encenderla, reconoció la mullidez de la alfombra que pisaba. Ya con todo iluminado pudo ver que la nueva puerta que la enfrentaba y los ascensores de los costados le eran demasiado familiares y sintió que la certeza de que ya había estado allí. Mas, se negó a aceptar las semejanzas que su memoria le planteaba, recordaba que en los documentos no existía esa puerta, ni esa alfombra ni esos ascensores, a menos que el otro, su jefe, la hubiese engañado y la omitiese apropósito, pero ¿por qué razón?. Por suerte, el nombre grabado, dudoso, en una placa metálica que no correspondía a quien debía matar y no era conocido. Sin embargo, existía en ella, la seguridad, de que ese sitio lo había visto que había acompañado a su jefe cuando trabaja para otro, para el que trabajaba aún hoy con nombre de animal.
Luego de aquellas cavilaciones, sin más tiempo que perder, abrió la puerta con paciencia, se introdujo agachada al cuarto amplio y oscuro. Iluminado por las rendijas de la persiana, la silueta del objetivo indiferente a lo que ocurría a sus espaldas, se encontraba sentada en un sillón de terciopelo verde mirando por la ventana, ignorando la intromisión que sentenciaba su hora fatal. Avanzó a rastras, sin poder ver el rostro del hombre. Con la última bala cargada, la tercera, la vencida, la vencedora, disparó, atravesó, agujereó, la espalda del otro que dejó caer su cabeza y un objeto pesado al piso.
Con ese letal disparo había concluido su primera misión. Se debía ir, pero antes sintió la necesidad de sacarse la duda de quién era ese hombre y que conexión podía tener con el espacio ese que le resultaba tan conocido. Se acercó, sigilosa, para encontrar, al girar hacia sí el cadáver que había caído boca abajo con la espalda atravesada por un balazo, la revelación que le chocó con fuerza pues el rostro muerto que halló no fue otro que el de su jefe, su padre que tenía una parsimoniosa sonrisa y los ojos abiertos. Se alegró por no sentir tristeza ante la imagen muerta de quien la crío, y creó, asesinado por ella, con una novela caída a un costado y una nota en una de sus manos escrita en rojo, en donde se leía “Herencia”.  La sacó de entre los dedos fríos y se puso a leer su contenido.
Elena:
         Si leés esta carta quiere decir que superaste tu primer trabajo, tu iniciación con éxito. Nunca te revelé que lideraba el grupo de asesinos que integraba porque no quería ponerte en riesgo hasta que no estuvieses lista. Mi poder hace tiempo había comenzado a menguar y fue codiciado por un policía codicioso que está manejando la mafia del país y que ya te he nombrado. Aquel, a quien prefiero que no conozcas nunca, quiere destruirme para quedarse con todo. Pero no quería darle ese gusto a él, por eso decidí entrenarte para que pudieses sucederme. Por eso te obligué a no querer, porque una vacilación hubiese arruinado todo. Necesitaba que me mates y que luego eso no sintieses nada parecido al dolor para que no fueses débil y serás mi sucesora. Nunca van a sospechar de que una niña es la que lleva las riendas de mi grupo y no se animarían a tocarte pues aún hay ciertos códigos que se respetan en nuestro círculo.

Siendo niña serás dueña de un negocio que deberás defender, mi muerte los desliga del poder de ese ser repulsivo y les da la oportunidad de formar algo nuevo. Tendrás aliados como Raúl y Marta que eran mi mano derecha y serán los que pongan la cara en todo hasta que tengas edad de dirigir. También, tendrás enemigos que deberás destruir u obligarlos a que te sirvan. Sé inteligente en tus decisiones y elecciones, busca gente confiable y manipulable.
 Ahora que seré abrazado por la Muerte te revelo otro secreto que aparecerá cuando lo necesites, porque la sangre llama a la sangre: un hermano. Marta guarda toda la información para que lo ubiques y él te podrá ubicar, puesto que es mayor y te conoce, cuando lo deseé. Lo aparté para que esté dentro del grupo enemigo, en su momento, lo reconocerás. Y ahora que sé que no te importa te escribo lo que nunca pude decirte a la cara:
Te quiere, tu papá.

El primer golpe, que finalizó el viaje rememorativo, fue dado por uno de los Mercedes de atrás, que produjo la desatención y el descontrol del deportivo en la ruta. El coche como un trompo golpeó con la cola del de adelante, sin dejarla evitar, a Elena el vuelco en la banquina izquierda. Sin control, su auto dio tres vueltas y acabó boca bajo, en pleno campo, en plena nada. Arrastrándose, salió, semi-inconsciente, viva, por la ventana, Elena, sangrando, cortándose con vidrios sus piernas, tosiendo sangre, cayendo al pasto, desmayada.
Los pasos pesados de varios hombres se acercaron a la hembra entregada e inconsciente. Enormes, con camisas y pantalones de jean, oscuros rostros cubiertos, la agarraron para llevársela. El único de cara descubierta, sínico, en la oscura noche de la ruta, con una esvástica tatuada en la frente calva, era un hombre alto y flaco que se dirigió hacia Elena, la subió a su hombro cual fardo y volvió a los tres Mercedes estacionados en la ruta arrojando el cuerpo en uno de ellos.

Molinedo II

- Ángela, nada es fácil- exhala Francisco, en la sucia cama de habitación de un cabaret de Flores, el humo del cigarrillo, las palabras se diluyen en la descarga de una noche agitada, como hace años, siglos, no había tenido.
– La mierda, la muerte nos rodea, querida.- Continúa.-  Hoy encontramos a un suicidado, a un tal Alberto, en un departamento, que nos cantó un tipo que escuchó una discusión y después un tiro. El muerto dejó una carta explicando la causa: una traición de un tal Raúl y hasta ponía, bien clarito, dónde ubicarlo. Es muy dudoso el suicidio. El absurdo texto que contiene la carta demuestra que es una historia que no puede narrar alguien con ganas de matarse y la letra es sospechosamente femenina. Y no vieras la postura ridícula en que lo encontramos. Los peritos notaron, en las muñecas, marcas de soga que lo apretaron contra el respaldo de la única silla del lugar.
- ¡Ah, un circo importante! –exclama la rubia, algo obesa, sudada, desnuda con una sábana tapándole de la cintura para abajo, sujeta al cuerpo de él, también desnudo el pecho, tapado todo lo demás.
- Sí, un gran circo. Salimos con Felipe, el pibe nuevo, ese que no les gusta a tus chicas, hacia la casa de ese tal Raúl a buscar respuestas. Cuando llegamos, nos encontramos con un grupo de la treinta y ocho trabajando en nuestro edificio. Preguntamos qué hacían allí, nos contaron que había habido un asesinato y habían dejado el departamento patas para arriba. Encontraron todo revuelto adentro, cajones, cajoneras, baúles, armarios, y un muerto con mil nombres. Comenté que buscábamos a un tal Raúl que vivía en el segundo “B”. ¿A qué no te imaginas quién era?
- ¿No sé?- responde aburrida, mientras un dedo mojado por sus labios baja del cuello a la tetilla de él, ida y vuelta.
- Arlequín, querida, Arlequín.
- El tipo que te buscaba por acá, ese que era tan buen mozo, pelo largo canoso – sonríe mostrando unos dientes blancos y poco amigables.
 - Me quedé helado.- Aspira el humo del cigarrillo, ella mantiene la sonrisa y le pide con la cabeza que le dé una pitada a ella, Francisco le posa el cigarrillo en los labios para que ella aspire.- En fin, uno de los nombres era Raúl. En el lugar, hallaron sobres, documentos, papeles, con el nombre de Alberto, de un tal Esteban y otros que no sabemos dónde encajan como un tal Mapuche y una tal Elena, aunque cuando nombraron a esta mina Felipe pareció sorprendido, pero cuando le pregunté si sabía algo me dijo que no que posiblemente era de la banda de sicarios y que lo sorprendía el hecho de que haya una mujer en ese mundo. Yo no la conocía… Conozco pocas minas. Cuando subimos al departamento, nos encontramos con el muerto, como te dije, con Arlequín. ¿Podés creerlo? Dios me puso las piezas de un rompecabezas que empezó en tu cabaret para que arme una red increíble. Ese Arlequín me había venido a buscar dos semanas atrás para hablar de una banda de asesinos, lo creíamos loco por lo nervioso que hablaba y como movía los ojos, ¿te acordás? Se quedó varías noches. Y ahora esa carta, las muertes.
- ¡Qué cantidad de emociones, querido! Recuerdo a ese Arlequín, un tipo pintón, barba, flaco, alto. Era raro no deseaba a ninguna de mis nenas, sólo hablar con vos. Te esperaba cada noche, solo, con su whisky, fumando y fumando.
- Fue extraño, sí. Verlo ahí, muerto. Un tiro a traición en el pecho según los forenses. No había signos de que se hubiese defendido, insisto, fue traicionado, asesinado y el lugar revuelto por más de un hombre según los canas que estaban laburando la escena. ¿Entendés el quilombo que es esto? – Ángela sólo atina a asentir mientras le quita el cigarrillo acabado de entre los dedos a Francisco que parece poseído y lo apaga en un cenicero que se encuentra en la mesa de luz.- Encima el primer muerto, ese tal Alberto está relacionado con un caso en el que trabajé hace veintidós años y no había podido resolver. No sé si te acordás, unos militares asesinados por un hombre que dejaba unas balas grabadas con tribales. Crearon una mentira para taparlo y de paso justificar el asesinato de montoneros que habían chupado. Ese hombre se suicidó, por decirlo de algún modo, con una de esas balas y se declaró culpable, orgulloso, de los crímenes, lo que me parece una gran estupidez. También encontramos una foto de él besando a un pibe que gracias a papeles que tenía Arlequín sobre el grupo de sicarios pudimos relacionar con ese tal Esteban, rubio, flaco, alto. Mirá, la foto está en el bolsillo del saco.
- Insisto, cuántas emociones, gordito… a ver…- se ríe sin querer parecer burlona, sus pechos tiemblan cuando estira la mano para tomar la foto del bolsillo, la estudia sin reconocer a nadie, la vuelve a guardar en su lugar.- Ni idea quién es, mi cabaret no satisface a homosexuales. Y ese Arlequín, Raúl, era parco, como dijiste, un poco nervioso, pero conmigo fue bien macho. Nos acostamos una vez y fue tan intenso.
- ¡Cómo, te acostaste con él!
- Bonito,- se vuelve a acomodar en el pecho gordo- no vivo de tu protección. La plata me la gano aún con mi cuerpo.
-Perdón, linda. – Saca otro cigarrillo de su mesa de luz, en silencio y concentrado, mirando la pared, lo enciende, mientras que siente el cuerpo semidesnudo de ella y su mano que baja hacia sus genitales.- La noche de hoy fue demasiado, así que no vendría mal un poco más. Disculpa si te aburrí necesitaba vomitar todo. Sé que no tiene sentido la narración de los hechos, ni su escritura, pero era necesario el exorcismo. Hay una locura de piezas sospechosas que se juntan y… acá estoy, con vos, tu cuerpo, sin creer en nada…sólo en tu cuerpo… vamos por otro…que mañana arranco temprano…

domingo, 3 de agosto de 2014

Segunda entrega

Elena II

…de pequeña, a los doce años, 1983, cometí mi primer crimen, crucé mi rito de fuego e iniciación en el mundo de los asesinos. Obligada por mi padre quien, desde que tengo conciencia, me repetía que debía ser capaz de matar, fríamente, al ser más indefenso y fiel del mundo, al que más lástima me pudiese producir. ¡Mierda, cuánto tiempo de todo eso! No debía ser débil ni sensible, debía convertirme en una autómata, una máquina, un arma que ejecutase los mejores crímenes sin temor ni dudas, a sangre helada… A mis cinco años, estrangulé a mi perro Chicho, lo único que recuerdo que alguna vez quise, allá, en mi casa en La Boca, donde vivía con el hombre al cual llamaba “papá” poco convencida de que él lo fuese por su forma de criarme tan distante, sin cariño. Todavía, siento, mientras aprieto el volante, los huesos quebrándose del cuello, la agitación agónica, en mis manos tensas, sucias y mojadas por la baba que caía de las fauces de la fiera entregada. Mis ojos se clavaban en la pobre víctima y mi rostro no mostraba compasión ni miedo a pesar de ese hecho que hubiese horrorizado a cualquiera, menos a mí, pues todo salía como él había pedido. Concentrada. Ni una partícula de culpa existía en ese primer crimen. Cuando cesó su respiración, en vez de llorar, una sonrisa de placer se dibujó en mis labios sádicos. Lo recuerdo como si hubiese sido ayer, sus pasos a mis espaldas, su palma posándose sobre mi espalda arqueada mientras arrojaba cual muñeco despreciado el cadáver del perro, y su sentencia “De ahora en más serás mi mejor mercancía”… así, borró todo rastro de humanidad en mí, borró mi nombre, para iniciar este presente dentro de este maldito auto, yendo a rendir cuentas a un pescado gordo, mugriento, por las cagadas de otros; así, dejaba de ser esa “hija”, si es que alguna vez lo había sido, para ser un objeto, un fetiche que entrenaría para cotizar como la mejor asesina del mercado. Me demostró y enseñó, principios que valoro hoy, que no debía matar o morir por ideales o sentimientos, sino por guita, lo único que merecía algo parecido al afecto era la guita y el poder por el poder mismo. El placer se cerraba allí.

 Atrás me viene siguiendo hace cinco minutos el auto de escolta, un Mercedes negro. Bajé varias veces la velocidad, aceleré y jamás me sacó un segundo de ventaja, siempre la misma distancia. ¿Será el único? Lo dudo. Después de aquel bautismo, empezó mi educación. Primero aprendí a no sentir nada, ni odio, ni amor, pues no debía existir en mí compasión por nada ni por nadie nunca.  Así maté a Alberto, hace unos minutos. Me gritaba día y noche que los sentimientos debían ser nulos que siempre complicaban los trabajos, no debía nunca dejarme dominar por las emociones. No siento culpa, por lo de Alberto, pero sí algo extraño. Basta, no tengo que pensar en él. Todo, hasta los más pequeño e inofensivo, merecían el mismo trato, el de objetivos, incluso él, incluso yo. Pero creo que a él lo odié por lo que hizo, por lo que pasó… ¡Basta, Elena, basta! Pasado mi entrenamiento técnico y táctico, a mis ocho años, empecé mi instrucción física, largos años de artes marciales: Karate, Taekwondo, y en especial, el arte perfecto del camuflaje y el asesinato, Ninjitsu. También desarrollé una memoria perfecta para planos. Eso me lo enseñaba con tanta pasión. No le importó robarme la infancia, lo rememoró repitiéndome que la familia era un inventó burgués y religioso, político, una trampa para controlarnos. Él pregonaba que triunfaría escuchándolo y siendo rápido una adulta independiente. Aquel entrenamiento me ayudó a adquirir una perfecta habilidad para moverme en espacios desconocidos: salidas y entradas, pasadizos, y si había, habitación de armas. Todo era memorizado: croquis, fotos. Terminé ese aprendizaje a mis once años, entonces, me miraba al espejo, pensaba en el cuerpo de otras niñas de mi edad y notaba que mi físico se había desarrollado mucho más que el de cualquier otra. Sin importar la remera que usase, se me marcaban los senos. Con un metro setenta de estatura, mi cuerpo era fibroso y bien formado como el de una mujer que había pasado la adolescencia aunque mi rostro era el de una pequeña inocente, lo que me daba un toque perverso. En fin… una niña alta, inteligente, bella, flaca, madura y fuerte: un arma perfecta. ¡Qué graciosa definición! Sé sacarme los nervios fácilmente.

 Dos Mercedes más, la escolta está completa, no me gusta nada. ¿Cuántos serán?, ¿nueve, diez dentro? Como si nunca hubiese luchado con más de uno, ya en esos tiernos once años  sufrieron un terrible castigo tres giles que quisieron abusar de mí. Fue una noche que volvía de ninjitsu a mi viejo hogar. Delgada y bonita caminaba, despreocupada, con el bolso que llevaba la ropa de gimnasia y vestida provocativamente con ropa veraniega: un pantaloncito de jean que llegaba hasta las rodillas, ajustado y una musculosa que marcaba mis pequeños senos. Repasando lo aprendido, cometí el error de no percibir a los tres jóvenes que salieron de un callejón, de la oscuridad, de entre las pintorescas casas de Caminito y comenzaron a moverse detrás de mí. Me tomaron desprevenida –error de niña tonta, me reprendería luego mi padre. Como un rayo, de espaldas, dos de ellos me atraparon, estiraron fuerte y separaron en cruz mis brazos enganchándolos en mis axilas. El tercero me enfrentó llevando su mano, sucia, torcida, hacia la bragueta para intentar violarme, mientras que la otra la puso a la altura de su boca formando una uve con el índice y el largo pasando entre medio su lengua de arriba hacia abajo velozmente. Se acercó lentamente, se sentía tan seguro de poder llevar adelante su violación, pero, la ilusión de abusar de una niñita indefensa les duró poco a esos imbéciles. Con la fuerza de mis piernas, salté, aprovechando mis brazos atrapados para tomar impulso, y le exploté los testículos al idiota que se había chupado los dedos con una patada que le ensangrentó los pantalones; en una milésima de segundo, mudó su rostro lascivo por una mueca de terrible sufrimiento. Los que me sujetaban se quedaron estupefactos y, en sus anonadamientos, soltando sus brazos de mi cuerpo, agarré sus nucas y, rápida, brutal, les reventé las caras de frente. Así los dejé: tirados, quejosos, humillados, locos, temerosos, desangrados y meados. Mojé mis dedos en la sangre del suelo, marqué mi rostro para que el barrio se enterase de mi hazaña, para que viese la marca, orgulloso, aquel que se hacía llamar cada vez menos “padre” y más “dueño”…

Qué raro, me pasó uno de los tres Mercedes que me escoltan parece acelerar e irse. Cómo los llenaría de plomo si no fuesen gente del Big Fish. Mi primer disparo fue a los doce años, cuando me regaló mi primera pistola con silenciador; mi primera y mi única amiga. Me había dicho que, a partir de ese instante, mi nombre sería Elena. Me bautizaba ya no como mercancía, sino como asesina. De aquella manera, mi yo original pasaba al olvido. Es gracioso, pero ya no recuerdo mi otro nombre, este, el último elegido en un ritual de mi bautismo de fuego sería mi centro, aquel por el que me conocerían los pocos integrantes de mi grupo, en cambio, para la sociedad, para el común de la gente, para las distintas misiones que debería hacer a lo largo de mi vida, tendría miles diferentes. De esa manera, mi padre, mi ex dueño, mi jefe, me explicaba que llevaría adelante mi primera misión, la prueba, en la cual debía demostrar mi valor, mi destreza y mi inteligencia. Cruzaría el primer umbral en donde tendría que mostrar si había servido todo mi aprendizaje, si valía realmente lo que prometía. Debía ingresar a un departamento desconocido, llegar hasta el cuarto piso, liquidar a un hombre odioso para mi padre en una oficina oscura y listo. El cumplimiento efectivo de esa misión marcaría el fin de mi iniciación, la libertad, para empezar el camino de lo que soy ahora: una asesina.




Molinedo I

El cadáver es lo primero que ve Francisco Molinedo, Oficial inspector de la Policía Federal, cuando irrumpe en la habitación que apesta a muerte. El cuerpo tendido, la cabeza reventada, vestido con traje negro. La tiza dibuja el contorno de su silueta de donde será sacado. Francisco es secundado, a sus espaldas, con otros menos importantes, por Felipe, un policía novato y joven asignado especialmente para acompañarlo a ese asqueroso esparcimiento de sesos y sangre con carta suicida en mano, una coartada vulgar, una pista falsa, una estúpida mentira.

Llegaron a ese infierno por culpa de un vecino, un hombre gordo y sucio, chusma
y atento, que los llamó para informarles, quizás, pensó Molinedo, como hacen varios hombres solitarios y aburridos, para mentirles, que había escuchado voces, a una mujer y a un hombre que discutían y parecían al borde de lo inevitable, lo que ocurrió, lo que está frente a sus ojos: la muerte ejecutada por un disparo que se confundió con un trueno de la tormenta pasajera.

Todos trabajan yendo de aquí para allá. Las manos, dentro de los guantes, recolectan pruebas, revisan. La escena del crimen está repleta de policías que se sofocan ante el calor y la humedad. Ahora, Molinedo debe ejecutar la lectura de signos que demuestren que están ante una pantomima, una burla a las Fuerzas, a él, en especial a él, harto de falsos suicidios, de crímenes tapados, de casos que agravan su fracaso. La carta es recogida con suavidad por los guantes de Felipe quien se la lleva hacía sus ojos verdes y su flequillo rubio.

- “A quién lea sepa que me maté por mi violenta vida. No soporté más.

A mis veintidós años ingresé en un grupo de sicarios, en 1980, para vengarme de los milicos y hacer otros trabajos por guita. Uno por uno, desde el que mandó a ejecutar la emboscada a mis viejos que eran montoneros, hasta al último que disparó a nuestro coche rodeado por sus Falcón, fueron liquidados. Esos hijos de puta, que ignoraban que yo estaba dentro presenciando esas horrendas muertes, con diez años, sin entender del todo los motivos, mordiéndome los labios para no gritar porque ellos me habían pedido que me callara que si quería vivir no tenía que gritar ni aunque les pase lo peor. En fin, gracias a mi Excalibur, mi Colt, esas basuras se pudren en el infierno más terrible.

Escribo esto, lo declaro porque fue uno de los tantos crímenes que jamás se pudo resolver en este país y no me quería retirar de él sin el honor de decir “Soy el ejecutor”.  Actué por la paz de mi alma. Había sido consumido por el odio, en mis venas latía la venganza. A mis quince años, conocí a Raúl en una movilización que pedía por la vuelta de la democracia, en donde estaba buscando alguien que me ayudase a matar a esas ratas y tuve la suerte de encontrarlo o quizás era el destino que ya estaba marcado. Estábamos yendo para Plaza de Mayo desde el Conurbano y cayó la yuta. Nos rodearon, provocadores, y los destrozamos. Desde ahí entablamos, lo que creí, una amistad inquebrantable. Me entrenó por cinco años, física, mental y espiritualmente, para vengarme y borrar el odio que carcomía mi alma para que ninguna emoción me llevase a cometer errores. Después de matar a los milicos y liberarme de esa carga, ingresé a su grupo de sicarios. Trabajé con ellos hasta hoy, y si bien siempre he mantenido un alto código de lealtad, su traición, la de Raúl, el líder de la banda, me lleva a querer verlo muerto. Porque me usó y luego nos vendió, pero antes de que me agarren a mí, prefiero mi muerte y su encierro. Búsquenlo, métanlo preso, por mí ya está, no quiero seguir.

La dirección: Yerbal 2533 2° B.
 Alberto.”

En esa lectura, tenue, monótona de Felipe, un fragmento, unas palabras que pronuncia, sorprenden y hacen temblar de emoción a Molinedo. Si bien parece un relato, casi literario, una mentira, una inverosímil construcción para un suicida, esa casualidad bien construida, lo golpea en el rostro con toda la fuerza del pasado borboteando en su memoria. Sabe que los nombres que está leyendo son fantasías, que costará mucho saber realmente quiénes eran este Alberto, desfigurado por un balazo, y ese Raúl al que entrega con pito y bombo. Resuena, en su cabeza, analítica y pasional, el crimen, la venganza de los milicos, el caso, eso que produjo el temblor. Esas muertes, el año, 1980, veintidós años. Él había ingresado a la policía, en el setenta y ocho con veinticuatro, motivado por su padre, no por el momento turbulento del país. Era bueno en las investigaciones hasta ese maldito caso dos años después de su ingreso que fue imposible resolverlo. Ese esperpento de sesos volados mató torturadores de la ESMA con los que él nunca había querido tener contacto. Los medios callaron la posterior contraofensiva que tomaron los milicos contra otros inocentes de esos crímenes, pero informaron sobre otros perejiles para no mostrar inoperancia en las fuerzas. Sin embargo, su humillación dentro jamás no fue tapada. Recuerda que sus primeros trabajos habían sido más que excelentes. Todos le auguraban un gran futuro, pero ese fracaso, ese golpe del cual nunca pudo recuperarse, le arruinó toda su carrera. Piensa que en el presente, en este 2012, donde tanto se habla por la lucha de los Derechos Humanos y se persigue a los genocidas de ese tiempo, podría redimirse y borrar aquel momento en que había admitido la derrota, joven, con un cuerpo que adivinaba su obesidad, con mirada nerviosa, queriendo explicar, lo inexplicable, lo que no se deseaba oír. ¿Debía comentarle a su superior Altagracia que vivía riéndosele en cara? ¿Debía encargarse él solo?

El calor de la habitación lo hacía sudar, pesadas gotas de sudor recorría su rostro rechoncho y si bien tenía ahí pistas, a un muerto, no tenía idea de contra quién se enfrentaba, no había rastros de un asesino, más que la declaración del vecino de una voz de mujer. Pero estaba claro, se olía a kilómetros, que esto no era un suicidio. Además la letra que ve en la carta que le acerca Felipe es redonda también de mujer.

En su memoria aparecen las balas con tribales incomprensibles, lo único que coincidía en la muerte de todos esos militares. En la investigación, de aquel entonces, destinada al fracaso, había intereses políticos, ¿qué le asegura que no los haya ahora?, ¿qué demonios podría desatar? A este loco lo querían muerto, de eso no había duda, pero ¿por qué esa declaración?, ¿a caso no era más lógico que eso no lo descubriese nadie? ¿Dónde estaba la maldita trampa? Ese hombre, en su momento se había valido de la protección que podía darle el estar dentro de un mundo como el de los sicarios, agentes del poder y la oscuridad. Pero qué significa ese teatro es lo que no le cierra. Piensa en las balas, las que habían matado a los milicos tenían esos dibujos tallados.

- Pibe, andá a ver si quedó alguna bala en el cartucho.

Felipe se acerca, cauto, ambiguo, hacia una bolsita cerrada cerca del muerto. La levanta y saca de allí lo pedido. Cuando golpea el cartucho con la palma para ver si está cargado, hace un movimiento torpe que provoca que las balas caigan al suelo, desplomándose. Francisco se acerca lento, gordo, ansioso por la revelación, por el comienzo del fin de un caso nunca cerrado, por salir de la puta oscuridad en que está hundido. Sentirse un fracasado no es lo mejor. Con sus guantes, con sus dedos, levanta la bala más cercana. Buscar la marca. La aproxima, con lentitud, a sus ojos y ve el pequeño objeto dorado, calado, dibujado con la anhelada señal de antaño en su metal. Las otras dos que levanta, también, como en las de entonces, llevan arcanos tribales grabados. Por fin, tres de ellas, sin disparar, duermen en su mano; por fin, ante sí, la presencia de lo que, por veintidós años, fue su pesadilla, su peor dolor, se revela, casi llora, se contiene.

- Vamos para esa dirección lo más rápido posible, pibito. Deja a un grupo levantando lo que queda.

El muchacho acata la orden, sumiso, lento, sinuoso, junta a tres peritos y les indica los pasos a seguir. En secreto, cuidando que Molinedo no lo observe recibe un papel que esconde y otro que le lleva: una foto del muerto, reconocible por la vestimenta y la contextura física. A pesar de ser un dato importante, Francisco no le da importancia y ni la mira, pues no puede caer en que está iniciando una revancha contra el fracaso del pasado. Desea saltar de alegría, se vuelve a contener.

Salen del departamento al patrullero para buscar más respuestas sobre ese tal Raúl. Dentro del coche observa la foto que Felipe, le entrega al fin, en la que hay dos personas. Uno es, reconocible por algunos pedazos de la cara desfigurada por el disparo que quedaron en su memoria, ese tal Alberto que firmó la carta; y, el otro, un joven, la nueva incógnita, rubio, fuerte, podría ser Raúl, que lo acompaña dándole un tierno beso en la boca.

- Así que este se la morfaba, ¿y si es un suicida despechado que inventó una historia de mercenarios para que hagamos mierda a su examor?

Felipe lo mira extrañado, incrédulo, desafiante:

- ¿Lo dice en serio, Jefe?


- No, pibito, es joda. Arranquemos para lo de Raúl.- Responde decepcionado porque Felipe no comparte su chiste, su emoción, porque no entiende, pero no importa. Ahora su único anhelo es llegar a esa deseada verdad que siente tan cerca.