domingo, 22 de febrero de 2015

Última entrega

Julio I

Que espectáculo sangriento. El indio clava sus hachas, profundas, las saca del cuerpo de Elena atada mientras intento romper la puta manija que cede, poco a poco, para llegar al arma y terminar con esto. Ahora toma la botella de alcohol otra vez y, como hace unos minutos, la vierte sobre la sangre fresca donde hierve. Elena da otro alarido. La veo sufrir. Es terrible, saca un soplete pequeño para cerrar las heridas y continuar ese juego macabro y sádico. Lo enciende y sopla sobre la carne bañada en alcohol que comienza a ahumarse. El indio está estirando la agonía para gozar. Esto no lo hace por primera vez, lo leí en los documentos encontrados en el departamento del segundo de los muertos de esta historia. Esos Costas y Reyes, los que fueron enviados a matar a su familia fueron atrapados por él y Alberto. Los obligó, atados con alambre de púa a un gran tronco, a que revelasen cómo habían actuado frente a los suyos, cómo los mataron, para alimentar su odio, su sed de venganza. Cuando terminaron, entre suplicas de piedad y llanto, les cortó los dedos de las manos, luego la mano, luego el codo, luego el brazo, quemando, cortando, quemando, cortando, quemando. Como ahora. Hasta que sintió que la justicia actuaba perfecta, no paró. No sé cuánto pueda aguantar Elena, si no me suelto no tendrá salvación, me interesa que este viva, al fin y al cabo, es mi hermana.

Elena IX
Julio II

El dolor y los gritos impedían cualquier otro acto de Elena, viva y consciente de la tortura, deseando morir con la certeza de que el infierno debía ser un lugar con menos sufrimiento. La habitación olía a sangre, gas, humo y carne quemada. Los ojos de Mapuche se clavaban extasiados en las heridas, parecía poseído. Su camisa, que alguna vez fue blanca, estaba empapada de un rojo escarlata como su rostro y sus brazos.

- Esto me está aburriendo, creo que vamos a ir terminando- murmuró sádico quemando la última porción de carne sangrante debajo del seno derecho, pegándole la ropa a la piel.

Mapuche estaba en la cumbre de su venganza, ignorando que un descuido, la caída de Excalibur, que pasó por alto a causa de la obnubilación de la tortura y la proximidad de la muerte, era un error fatal. Con el rostro de un demonio, acariciaba el fin y la victoria, levantando el hacha verticalmente a la cabeza de Elena que miraba resignada la cercanía del golpe letal. Cuando el hachazo comenzó a bajar con fuerza, de repente, las manos soltaron el arma, cayendo a un costado. Mapuche cayó muerto sobre la mujer como una bolsa de papas, por un balazo, certero, en el centro de la nuca.

- Listo, se terminó- sentenció Julio con las dos manos esposadas sosteniendo a Excalibur, el arma que dio muerte a Alberto y Esteban ahora ejecutaba a Mapuche.

Caminó, con las piernas temblando por el esfuerzo del forcejeo que rompió las manijas, hacia los cuerpos pegados, el hedor a carne asada y pólvora. Apoyó el arma en un costado de su hermana y empujó el cadáver que yacía sobre ella con el hombro haciéndolo caer al suelo. Elena quedó libre del peso, respirando despacio, con un estertor. Con cuidado, Julio desató las extremidades rostizadas. Le levantó el torso y la abrazó con cuidado como si fuese una niña indefensa y temerosa.

- Tranquila, Elena, tranquila, ya pasó, ya está, ya está.

Manchado con la sangre de su hermana, Julio la apretó contra su pecho, temblorosa, con la cabeza escondida, para observarlo. Se sentía humillada, vencida, de sus ojos caían lágrimas de dolor, alivio, odio y resignación. Como había predicho en su viaje de vuelta: todo se había ido a la reverenda mierda. Estudiaba sus brazos, sus piernas, su abdomen, heridas quemadas, con tela pegada, sangre coagulada, no reconocía ese cuerpo como suyo. Dos días atrás había sido una bella mujer, ahora su figura era la de una sola gran herida que su hermano, un joven rubio, con las mismas facciones del padre, que la sostenía entre sus brazos, como aquel le había profetizado hace años que estaría cuando lo necesite.

- Como dijo el viejo, la sangre llama la sangre. Apareciste en un momento importante, Julio. Pero tarde, creo que bastante tarde.

Julio la separó de su pecho para observar a esa mujer resistente y fuerte, primero con admiración luego con lástima, pues en sus ojos descubrió lo que se ocultaba detrás de esa coraza un ser rendido y agotado de tanta lucha por sobrevivir.

-  No te rindas, no es tarde. Big Fish te perdonará. Fuiste una fiera. Por las heridas y las quemaduras no te preocupes, la plata para reconstruir todo no falta.

- No sé, Julio, no puedo continuar, si supieses lo que sufrí, en estas horas, lo entenderías. Si nos hubiésemos encontrado antes hubiese sido diferente. Pero aquí me ves, parezco más un cadáver que una mujer, perdí todo. No se puede arreglar nada, perdí contra el hijo de puta de Raúl. Me ganó, me demostró que solo puedo tener poder sobre muertos y eso no es lo que deseaba.

- No digas pavadas, calculo que papá jamás te hubiese permitido un planteo así. Él siempre quiso que seas fuerte. En sus cartas, que enviaba a Bogotá, me contaba del entrenamiento que llevó adelante con vos para que seas un ser frío y lo matases – respondió Julio sosteniendo de frente con los brazos extendidos a la figura resignada que con un último esfuerzo, se tiró veloz hacia atrás para tomar impulso y darle un cabezazo, el segundo en el día, a Julio que cayó inconsciente.

- Nunca vas a entender, ni yo podría explicártelo con palabras esta decisión. Pero no es simple seguir luego de todo este infierno, luego de estar, en menos de dos días, dos veces al borde de la muerte, una por un sádico hijo de puta y la otra por mi mejor hombre. Maté a Alberto, a la única persona que aprecié por traición, traicioné a todos. Alberto tenía razón al comienzo de esta locura. ¿Quién soy yo para usar esa palabra? No doy más.

Elena miró a su derecha, en el piso, estaba muerto Mapuche cerca de su hermano inconsciente; al costado de su mano, brillaba Excalibur, la que Julio había apoyado antes de empujar el cadáver del indio. Ese brillo parecía llamarla para el final. No lo dudó. Tomó el acero caliente a causa del disparo reciente. Lo puso de perfil sobre su nariz, entre los ojos, ¿Quién lo diría, Alberto?, el arma con la que te maté va a ser la encargada de lo mismo para mí. Es jodidamente ridículo, pensó mientras el arma se deslizaba lentamente hacia abajo hasta meterse dentro de la boca.  Apretaba el gatillo.

¿Ese ruido? ¿Qué mierda pasó? Dos golpes en la cara en el mismo día, qué dolor. ¿Y Elena? ¿Ese ruido? Cuesta levantarse, me duele todo. ¿A qué me mandaron? Esto es un quilombo.

- ¡Aaaaah! ¡Elena estúpida!

 Se voló la cabeza, loca de mierda. ¿Cómo pudo hacer algo así?, todo se podía arreglar. Esto es una locura. Todos muertos. Big Fish estará contento. Al final, padre, la visión que me llevo de mi hermana es de una mujer sin cabeza. ¿Por qué lo hizo?, cansancio, culpa, miedo, orgullo, quizás una mezcla de todo. Aquí todo está literalmente acabado, no tiene sentido que me quede mucho. Me hubiese gustado haber tenido la oportunidad de conocerte y trabajar juntos, lo poco que vi fue brillante, tonta. ¿Dónde están las botellas de alcohol que uso este enfermo? Ahí. Voy a mojar todos los papeles, un poco para el cuerpo del indio de mierda. A vos Elena te quemo también para que nadie pueda reconocerte. Acá está el soplete. Un papelito para quemar. La puerta del pasillo, el lugar rociado. Me despediré con fuego, purificaré este antro de muerte, este templo de traición. Aquí termina mi actuación.

Molinedo VII

Molinedo retorna absorto a la seccional, aún no puede borrar el asesinato de Esteban, el fin de su caso sentenciado por ese maldito Felipe a quien hacía unas horas había creído un simple novato. Le costó volver hasta su oficina, estuvo, luego de que se fue la bestia que lo había golpeado por la mañana, media hora congelado mirando el cuerpo esposado y muerto. Cuando logró reaccionar, dio media vuelta y salió de la fábrica como un autómata para dirigirse al patrullero y escapar de todo ese calvario.

Al ingresar, los compañeros lo evitan como si tuviese una peste, pues notan en su rostro el fracaso y saben que las consecuencias que tendrá son enormes. Cabizbajo, se dirige directo hacia su oficina y se encierra. Estudia cada objeto del cuarto sin comprenderlo. La vorágine que se ha desarrollado en menos de cuarenta y ocho horas, la locura en que vive desde que ingresó en esa casa de Flores le ha mostrado la gloria momentánea para hundirlo en el más hondo de los fracasos. Todo lo que lo rodea parece irrisorio, los papeles en la caja, los relojes, la tele apagada, su arma reglamentaria.

Prende un cigarrillo de los dos que le quedan. Saca la petaca, está vacía. Sus ojos, demasiado humanos, reciben, cristalinos, el humo. La mano tiembla, incontenible, al llevar el cigarro a la boca para inhalar suave, sin fuerza. Afuera se retumban pasos firmes, acompasados y furiosos que recorren el pasillo. Entonces, la puerta se abre. Empujada por un puño con anillos dorados. Irrumpe Altagracia, voraz, grande, pesado.

- ¡Llorando, solo, como un maricón! ¿Encontró a Ferreira?

- ¡Sí, me traicionó! ¡Cómo todos ustedes, manga de hijos de puta! ¿Por qué me arruinaron así la vida?- responde con impotencia ante el descubrimiento de sus humillantes lágrimas.

- Dejá de llorar, Molinedo, contestá lo que te pregunté ¿dónde está Ferreira? Si le pasó algo la va a pasar mal – se acerca hasta la mesa de Francisco que se levanta de su silla desafiante.

- ¡Mateme porque se lo llevó, una bestia, un indio, y lo va a matar!- explota Molinedo indignado.

Altagracia lo mira con despreció, frunce la nariz y le da una trompada en la mejilla derecha con fuerza descomunal. Rápido, el atacante, se abalanza sobre él y lo aferra de las solapas al humillado para ponerlo, como hace un rato, frente a su cara, observando con diversión la marca de los anillos en la piel hundida.

- ¡Idiota! ¡Idiota! ¡Cómo pudiste, cómo me confié en un inepto como vos!

- Yo no hice nada, ustedes están todos locos. Mateme si tiene huevos, suelteme, saqué su arma y aprete el gatillo.

Ante este desafío Altagracia lo empuja contra la silla, camina burlón, en círculos, hacia la puerta, estalla en una estrepitosa carcajada. Del otro lado de la oficina se escuchan pasos de varias personas que se acercan a la puerta para escuchar lo que sucede. A través de los vidrios, entre las varillas de la cortina los ojos espían ansiosos ser llamados para participar de esa disputa.

- ¿Pensás que me voy a manchar las manos con vos? Molinedo, usted fue siempre tan ingenuo. Permitame contarle que sí lo traicionamos y Ferreira está bien. Acabo de hablar con él y el indio ese, con el que usted hablaba está bien muerto.

- ¿Cómo? ¿Cómo se salvó?

- Larga historia, no tengo tanto tiempo. Te felicito por todo lo que develaste inútilmente, todos aquellos que podían llegar a darte una respuesta están bien muertos. Esto es lo que sucede cuando te metés con tu penosa linterna de verdad en penumbras que no te corresponden. ¡Entren!

Al acto, dos policías uniformados irrumpen en la habitación y ante una seña con el índice se dirigen, directo, como ensayado y estudiado, hacia la caja con documentación sobre el caso que horas atrás había dejado Felipe apoyada al costado de la puerta y que Molinedo no se dignó a tocar.

- No van a encontrar nada importante, ahí. Mentiras, ¿me va a robar toda la información y me van a rajar a la fuerza? Van a disfrazar todo esto como hace veintidós años.

- Callate la boca, Molinedo, mentís demasiado. Perdiste. Por favor, señores, revisen el contenido de esa caja. Está demasiado nervioso.

Al caer los primeros papeles al suelo, los dos policías comenzaron a sacar, tomando con la punta de los dedos, bolsas con cocaína. A medida que sacan seis kilos, muestran cada una como si fuese un triunfo ante los ojos alegres y burlones de Altagracia, los incrédulos y derrotados de Francisco y los decepcionados y juzgadores del público restante. Todo está destruido.

- ¡Hijo de puta! ¡Esa caja la trajo el pendejo yo…

- Soy inocente, Molinedo, ya nos contaron muchas veces esa historia, hecha de mentiras, como esta, ¿pero quién? ¿A quién le va a creer, muchachos, la justicia?, ¿a un borracho fracasado o a mí? Ustedes han visto el contenido de esta caja que revela el sucio narcotráfico que llevaba adelante en esta seccional el señor Molinedo. Llévenselo.

Altagracia I
Big Fish I

Los policías lo apresan, grita desesperado, fracasado. Es tan lindo ver el final de este infeliz, ver que la justicia, esa en la que tanto creía, no lo va a salvar, sino a hundir. Ya imagino el diario de mañana, el Clarín nuestro de cada día, donde se mentirá e informará, que la pericia balística de la gente que asesinó entre ayer y anteayer coincidía con su arma reglamentaria y una tal Excalibur un fetiche que le robó a uno de los montoneros que habían acribillado a balazos a varios milicos hace veintidós años. Actuó como asesino, liquidando a tres hombres y una mujer para tapar sus chanchullos. Puedo leer, también, mi declaración, en pérfidas letras de imprenta, “Estamos apenados a causa de develar esta mancha para nuestras fuerzas, pero sepan que una oveja negra, descarriada del rebaño, no puede mancillar el esfuerzo que hacemos, día a día, para combatir este tipo de actos. La corrupción nos atañe a todos, por suerte, la hemos descubierto y expulsado de nuestra propia casa. Las investigaciones que este hombre abrió para tapar sus asuntos se han cerrado y se ha premiado al cabo Felipe Ferreira por su trabajo heroico en el caso.” Lo imagino entrando en la prisión, con hombres hambrientos de venganza contra la Federal, entregado a las fieras que no desconocerán que es policía porque a varios los metió presos él. Lo imagino leyendo ese diario, porque se lo voy a hacer llegar, en donde tendrá escrito de mi puño y letra “Los que buscan con esfuerzo la luz encuentran fácilmente la oscuridad, los que entablan relación con la última, sobreviven o se sumergen en ella, la disfrutan”. Va a ser tan grande el infierno y los días de terror que vivirá allí que solo podrá elegir la inevitable decisión. Lo imagino, en su celda, colgado de un caño, con una sábana, rodeándole el cuello. Mientras tanto seguiré moviéndome en las aguas turbias del crimen y el dinero como un gran pez pues la justicia actúa siempre a favor del ejecutor de la obra. Siempre será así Molinedo, yo soy el jefe de jefes de policías y asesinos y usted un infeliz.


domingo, 21 de septiembre de 2014

Novena entrega

Mapuche V

No lo puedo creer, Elena, no lo puedo creer, no lo puedo creer. Este hijo de puta que traje quedó noqueado. No se levanta, encadenado al mueble de la oficina de ella, donde pienso llevar adelante mi venganza. La espero hace más de cuatro horas en esta Agencia que ha funcionado como centro de operaciones y reunión. Quizás este tipo tiene información sobre el paradero de Elena. Si bien no tengo la certeza de que venga, sí, la corazonada, te ruego ayuda Neguachen. Despertaré al cautivo para ver qué me puede contar. Por aquí tiene que haber whisky o alcohol. A ver… a ver… por acá… bien, seis botellas de alcohol, bien, servirán para jugar con Elena más tarde. A ver, por aquí. Un trapo. Vamos a tirar mucho alcohol en él para ponérselo en la nariz al rubio, así.

- Fuerte, ¿no? – Abre los ojos celestes desesperado, se contorsiona al recuperar la consciencia y verse atrapado, parece un felino furioso-  Tranquilo, te necesito tranquilo y despierto así contestás una pregunta ya que sabés tantos secretos nuestros. En la fábrica mostraste ser un gran conocedor, debes de trabajar para el Big Fish, ¿él te hizo el entre en la comisaría? En fin, si colaborás, salvás tu vida a pesar de matar a mi compañero. Puedo llegar a ese extremo de clemencia si te portás bien.

- ¿Qué querés saber, indio?– me mira altanero mientras mastica las últimas palabras y muestra una sonrisa enorme.

- Primero, sobre Elena, ¿qué sabés de ella?

- Lo último que escuché fue que la atraparon hombres del Big Fish. Ludovic era el jefe del grupo, un loco alemán que le debió dar su merecido– Ludovic, el hombre que me había atendido cuando llamé desde el hotel. No miente. Es increíble su altanería, a pesar de estar esposado y viendo mis hachas ansiosas de clavarse en carne fresca habla como si dominase la situación.

- ¿Podés confirmar eso? No quiero que me ilusiones. Su viaje a Venado Tuerto iba a arreglar todo, ¿qué pasó? ¿A caso son tan traidores cómo ella?

- ¿Esperás que te conteste?– me cansó. Apoyo, pesadas, las hachas con su filo en el cuello.

- ¿Esperás que te deje con vida?

- Sos bueno disuadiendo. Me caes bien y me tenés esposado a un mueble que pesa más de ciento cincuenta kilos, por eso te ayudo. Pasame un celular y dejame averiguar– le doy lo que pide, no me preocupa que rastreen la llamada, a él lo tienen ubicado, no lo obligaré a mentir más de lo que se anime. Solo necesito saber si Elena vive o murió. Si sigue viva iré a buscarla y si no será una gran lástima para los míos no darle el castigo merecido. Él entiende eso, sabe jugar.

4,4,3,2,4,5,1… sisea, escucho el tono libre de la línea del otro lado y le coloco el aparato en su oído.

- Sí, Felipe… Sí, estoy en la Agencia… El policía, señor, no jode más… ¿por?.. ¡Cómo!.. ¡Elena se escapó!.. Esa mujer no es normal… Sí, aquí todo ha salido bien… la esperaré… Se sorprenderá… Me encargaré de ella… Gracias- el celular se apaga, es apoyado en la mesa frente al mueble que lo apresa.

- Muy bien. Mientras la esperamos, contame quién sos, a quién acabo de perdonarle la vida por darme la noticia más bella.

- Mucho resentimiento, me gusta. Mi nombre es Felipe Ferreira, soy asesino profesional del Big Fish desde hace diez años y ando por los treinta. No tuve madre, murió al nacer y mi padre me entregó a una familia narco-colombiana. Al jefe lo recuerdo perfecto, grandote, corpulento, con el pelo plateado, un traje blanco, anillos en todos sus dedos, así apareció ante mí cuando tenía veinte años Me vio en una pelea clandestina, donde yo ganaba lo justo para alcohol y putas. Combatía como una fiera, pero con sutileza. Se acercó a mi manager y le comentó que buscaba gente para protegerlo en tierras sudamericanas donde comenzarían a ingresar mucha droga y armas. Torturé y maté en los noventa. No en los setenta, en esa época estaba linda la situación por el desinterés de la población – No sé si miente y no importa. Ahora queda esperar. Va a venir y tengo que prepararme para actuar.


Elena VIII

Descendió del auto, cansada, sintiendo dolor en cada fibra de su ser. Pisó la acera calurosa y mojada por la garúa nocturna de la última madrugada. El recorrido, las cuatro horas de ruta, sirvieron para repasar, otra vez, su historia, como si intuyese el final. Sus tacos temblaron sobre la vereda rota, pero, rápido, se afirmó y marchó hacia el edificio gris ubicado en el centro de la ciudad, en Florida, entre Perón y Sarmiento. Las seis de la mañana la recibían rendida, pero orgullosa de seguir entera. Llamó el ascensor para ir al segundo piso.

Subió y vio su rostro en el espejo, su hombro lastimado por el violento cuchillo alemán. Tanteó las heridas, secas, se preguntó cómo había sido posible el llegar del coche hasta adentro sin que ninguna persona se aterrorizara con su imagen. El ascensor se detuvo y cortó su pensamiento. Al abrirse observó luces en la Agencia encendidas. Metió la llave, ansiosa, esperando lo inevitable, lo deseado, la sorpresa de encontrarse a alguien dentro.

Empujó la puerta y, frente a ella, apareció la mole morena, Mapuche, el hombre que necesitaba a su lado para saber que nada se había derrumbado aún, que un pequeño cimiento se podía sostener de todo el gran sueño destrozado. Con él a su lado construirían una alianza que le permitiría reestructurar. Notó, otra vez, una alerta, sintió que Mapuche mostraba una falsa emoción como si las lágrimas fuesen fingidas. Se arrojó hacia ella para abrazarla con la fuerza con que lo haría con un pariente.

- ¡Gracias a Neguenechen que llegó! ¿Qué le pasó, está muy herida?

- Es largo de contar, ya tendremos tiempo. Pero volví como prometí. ¿Esteban?

 - ¡No soportaba más… Elena… a Esteban lo asesinaron! ¡Esteban… Raúl… Alberto… muertos… todo se fue al carajo!

El rostro de Elena se ensombrece en una mueca de decepción ante la noticia de Mapuche que muta su expresión de angustia a otra ambigua, aunque, por otro lado, piensa en la foto que dejó en poder de Alberto, en su inconsciente satisfecho por una lejana revancha.

- ¡Tengo al asesino del pibe esposado, lo estuve interrogando y habló poco, dice que el Big Fish nos tiene atrapados!

Elena comparte la alegría, sin perder cautela, ve las hachas en el cinturón, ubicación provocativa, desafiante. También ve Mapuche tiene a Excalibur encima, lo que la sorprende, pues el destino las volvía a encontrar y necesitaba explicaciones.

– Bien, por lo menos tenemos a uno de ellos para continuar con el juego. Veo que estás preparado para apretarlo con ganas y traes a Alberto con nosotros.- Nota en el rostro de Mapuche un gesto de incomodidad ante esta observación, pero prefiere por el momento mantener tranquila la situación y desvía el asunto.- No cuentes nada, no me adelantes, la alegría es grande a pesar de la perdida de Esteban, en serio. Quiero que me sorprendas.

- Será una dulce sorpresa, entonces, una gran sorpresa – susurró Mapuche con exagerada actuación.

Comenzó a seguirlo, despacio, detrás, para ver y charlar, amistosa, con el cautivo, mientras se ilusionaba con los vientos propicios. Sonrió. Los pasillos le revolvían la memoria, la llevaban, de acá para allá, del presente al pasado y a un futuro en que no veía. Marta, Raúl, Alberto, Mapuche y ella habían sido, en los buenos tiempos, un gran equipo. Pero ahora, como había expresado el indio estaban todos muertos. Apretó el paso para seguir los otros que percibía densos y tensos.

- Veo que el viaje a Venado Tuerto fue bastante violento. El prisionero me había dicho que la habían matado. – Mintió mientras se frenaba ante la puerta en donde se hallaba Felipe.

- Casi lo logran, pero fui más dura que ellos. Hemos dejado de formar parte de su grupo y, en consecuencia, nos convertimos en su presa principal. Tenemos que irnos de acá. No aguanto más esta locura.

El instinto asesino de Elena le auguraba que la expresión de Mapuche no era nada amistosa. Este pareció darse cuenta de su error y mutó la mueca de desprecio a otra de tristeza, pero ya no parecía tener tanta importancia esa máscara de dolor.

- Una gran pena. Está todo mal, pero pronto mejorará ¿no? Ya somos dos y tenemos a uno de ellos.

Elena se acercó al cuerpo detenido ante ella, le acarició el rostro, provocativa, compasiva, piadosa, falsa. Lo acercó a sus labios hasta casi besarlo.

- Hombre más leal que vos no vi jamás ni podría conseguir.

Las mejillas del indio se sonrojaron y su mirada huyó la de Elena que buscaba sacarle un secreto, descubrir qué tenía en mente y si le iba a mostrar de verás al cautivo. Mapuche pisó fuerte iniciando el prólogo de la última escena, la actuación del otro para empezar el juego.

- ¡Venís, con esa yegua hija de mil puta! ¡Los escuché, soretes, me voy a soltar y los voy a hacer mierda! ¡Meterse con gente pesada!

- Entraré primero. El prisionero, aunque esposado, es peligroso y no quiero que te pase nada.

Volvió la mirada hacia la puerta, la abrió, se metió y se perdió a un costado. Elena ya no podía verlo cuando dio el último paso antes de atravesar el umbral. Lo único que distinguió cuando dio el segundo, fueron los ojos del cautivo que bramaba. Se enfrentó a su mesa limpia y grande y al enorme mueble en donde estaba el joven apresado que la reconoció y frenó sus insultos para saludarla.

- Tanto tiempo, Elena.- Sonrió Felipe moviendo los ojos, alertando, que mire para atrás.

- ¿Vos?– interrogó, sin mirar al costado al dar el tercer paso y cruzar el umbral. Ese encuentro la atrajo, la absorbió, como dormida, posesa, impidiéndole prever el ataque a traición, al ingresar al cuarto, de las hachas que se hundieron en sus piernas, en su carne, dejándole un dolor inmenso y la imposibilidad de mantenerse en pie.

El gritó que manó de su garganta fue tan desgarrador que silenció todo y animó al otro que se movía, desesperado, para liberarse.

- ¡Qué hacés, te volviste loco! ¡Hijo de puta! ¡Este enfermo te lavó la cabeza!

- Se conocen, no me extraña. Pero te equivocás, Elena. – Explicó Mapuche mientras limpiaba la mesa, enorme y para poner el cuerpo de su víctima sobre ella.- Este hombre me abrió los ojos, me reveló la verdad sobre mi familia, lo que ordenaste y por lo que Alberto cargó con una mochila injusta, con muertes humillantes.

Ahora comprendía la minuciosidad de Raúl por guardar los datos de las misiones, no era para estudiar los errores, sino para utilizar, cuando lo necesitase, a Mapuche. Se había llevado esa documentación cuando mató a Marta.

El dolor de Elena era inmenso, debía hacer algo para librarse. Intentó robar Excalibur del cinturón, pero fracasó al instante. El indio le golpeó, con el codo, la mano que rozó el arma deseada. Excalibur rodó cerca de Felipe que no la llegaba a tocar ni aunque tirase todo el cuerpo hacia adelante, el mueble era muy pesado. Lo único que podía hacer era forcejear para que los tornillos de las manijas donde estaban las esposas cedieran. Elena no parecía no tener salvación, esta vez, se vio muerta. Reconoció, entre los papeles, el primero que le ponía ante sus ojos, una carta escrita por Alberto, la que accionó la bomba.

- Acá están las pruebas, los papeles y una carta de Alberto, de su puño y letra, donde confiesa toda la verdad.

- ¡Alberto estaba desesperado! ¡Sabía que yo lo iba a ir a buscar y que ustedes se cargarían a Raúl! ¡Necesitaba enemistarnos! ¡No te das cuenta, carajo! ¡Me crees capaz de todo esto!

Felipe observaba la escena, mudo, sin entender tanta excitación, disfrutándolo, mientras luchaba para liberarse de las malditas esposas, aflojando de a poco los tornillos. Mapuche, extasiado, loco de furor, acercó su rostro al de Elena.

- Y de cosas peores, zorra… te prohíbo hablar así de mi único amigo en estos años… y por tus putas tretas… tus putas tretas de zorra terminó muriendo, humillado, suicidado. Te mereces sufrir tanto.

Con furia, fría y seca, le clavó, otra vez, una de las hachas. Desde el hombro derecho Mapuche levantó, vertical, el cuerpo de Elena, con fuerza descomunal, lo puso cara a cara, metió las manos en la sobaquera de ella. Estaba desarmada, casi desnuda. Mientras esto ocurría, Felipe se estiraba desesperado por agarrar, con los pies, la Excalibur que brillaba solitaria y ansiosa de entrar a jugar. A pesar del esfuerzo, no podía dejar de observar, anonadado, a la bestia que mantenía en el aire a la hembra como un espantapájaros.

- Sos el ser más podrido, con menos moral que conocí- susurró Mapuche con odio.

- ¡De qué moral me hablás! ¡Idiota, sos la misma mierda que yo, asesino, sicario, hijo de puta! ¡Me estás matando y me hablás de moral! ¡Tu puta ley del Talión, al final te morfaste la mierda de esta civilización, indio del orto! ¡Te saqué del hoyo! ¡Te manipula el poder y eso acá soy yo! – rugió Elena furiosa.

La respuesta de Mapuche al agravio fue otro hachazo al otro hombro haciéndola caer al soltarla, dejándola rendida. Esta vez Elena no gritó, no deseaba seguir dándole ese goce a la bestia que disfrutaba con su sufrimiento aunque sintiese a la muerte cerca.

- Mujer estúpida, no tenés poder sobre mí, ni sobre nadie. Tus reglas pudieron haber borrado mucho de mí en estos años, pero nunca cambiaron mis raíces, los valores de mi tierra y de mi gente. Recuperaré lo perdido ofreciéndole tu sacrificio al dios de mi tierra, Neguenechen.

Clavando los dedos en las heridas de ambos hombros, la levantó, poniéndose de espaldas a Felipe, olvidándolo, descuidando el arma cercana y la fuerza que lentamente, como él había hecho horas atrás, lo liberaba del lugar donde estaba esposado. Lo olvidó para iniciar la venganza que tanto había deseado, desde que supo la verdad.

- Al final, tenés razón, Elena,  ¿quién puede discutir de moral o ética en un mundo que se fue a la mierda? Tu clase me da asco.

Con fuerza brutal arrojó el cuerpo sobre la mesa, le extendió brazos y piernas en cruz, atándolos. Cuatro cuchillos clavados en las esquinas de la mesa sirvieron para eso. Se daba inicio al ritual de revancha esperada y soñada. De una pequeña mesa ratona que estaba cerca, Mapuche sacó dos de las botellas de alcohol y un pequeño soplete para comenzar con la tortura. Convertiría esa brutalidad en diversión sádica para sí y justicia para su familia. Encendió el fuego del aparato, quemó las heridas producidas por sus hachas frenando la hemorragia, cocinando la carne, llagándola, para luego tirarle alcohol y verla retorcerse, sufrir, de un dolor insoportable.


- ¿Arde? No sé si más que el infierno en el que te vas a incinerar. Por fin vas a pagar, a sufrir, todas las muertes que causaste en tu vida…

domingo, 14 de septiembre de 2014

Octava entrega

Molinedo VI
Mapuche IV

La suerte, a veces se presenta como una perra infiel, otras no tanto, se deja acariciar y parece moverle la cola feliz, por fin, a él, a Molinedo que maneja por La Boca para reencontrarse con su subalterno, con el joven que lo ofendió y parece ofrecerle buenas nuevas: ha apresado a los dos buscados. Se mueve silencioso por el oscuro barrio que mezcla ruidos de autos lejanos, cumbia y ladridos en su ambiente donde la Bombonera, de fondo, en esa noche espesa y lúgubre, parece un gran cementerio que anuncia fatídicos augurios.

Llega al punto pactado, estaciona, desciende despacio. Golpea la puerta con los nudillos, desconfiado. Ansioso, en busca de una reconciliación forzosa, de una respuesta, prende un cigarrillo. Felipe le comentó que los tenía a Esteban y al que lo golpeó, pero no le aclaró cómo los había capturado. ¿Se lo explicaría allí?, en ese galpón abandonado con frente derruido rojo, al costado de una gran persiana oxidada que no se abría al parecer desde hacía tiempo. También le explicó que sólo hablarían con ellos, que si los exponían ante algún medio o la justicia eran capaces de matarse. Vuelve a golpear, por falta de respuesta, la puerta roja, saca su cigarrillo de los labios para besar la petaca con whisky que liquida de un trago.

Silencio. Espera. Silencio. Camina de la puerta al auto, y del auto a la puerta. Se frena al escuchar las pisadas livianas, seguras, sobre charcos de agua del otro lado. El cielo amenaza con una tormenta como la de la noche anterior. Quizás Felipe se burla, como toda la Fuerza, se ríe de su destino. Termina el cigarrillo y lo pisa mientras se mortifica frotando sus manos y moviendo los pies como parabrisas en el lugar.

- ¿Molinedo?

- Sí, Felipe, soy yo, abríme.

Se oyen ruidos de llaves entrando en el tambor y girando. Saca del atado otro cigarrillo que prende para disimular el nerviosismo. Ve por la rendija de la puerta que se abre lentamente, una tenue luz interior, débil, escasa, que no le permite distinguir ninguna silueta. Se abre por completo y recibe la imagen de Felipe, sorprendido, con un arma extraña, no reglamentaria apuntándole. La luz le hace reconocer que es el arma del asesinado Alberto, Excalibur, la que le apunta directo al pecho, al corazón. La confusión es increíble.

- Linda arma ¿no? No la íbamos a desperdiciar en los cajones del juzgado, ¿no se merecía ese encierro?

- ¿Explicame qué está pasando?, ¿por qué me estás apuntando?, ¿tenés al pendejo o me estás jodiendo?

- Lo tengo. Callese y marche para adentro. Hay muchas cosas que debo explicarle- responde Felipe amenazante, mostrando los dientes, provocativo, retrocediendo para controlar que Molinedo no haga ningún movimiento raro que lo lleve a perder la posición dominante. Francisco lamenta su ingenuidad, su imprudencia, no haberse dado cuenta, haberlo negado, como un boludo, de que el pibe no era un novato. Felipe está detrás de un asunto groso, Altagracia no se lo había puesto por un capricho, necesitaban que la mierda de Raúl y Alberto saliese a flote para taparlo de esta manera. – Saque su arma, lento, que pueda verla y apóyela en el piso.

Molinedo hace lo que le indica el otro, bajo una atenta mirada, seca, que no invita a ninguna forma de rebeldía, de intento de frenar el absurdo de un subalterno imponiendo órdenes, controlando el hecho con extrema perfección. Luego de apoyar el arma, lento, en el piso, Felipe se arroja veloz, la toma y le apunta con ambas armas, la suya y la del asesino que desencadenó este presente de traiciones.

Con la punta de las armas, Felipe le señala el camino que debe seguir a Molinedo que avanza despacio, temeroso, confuso, por un patio enorme que sirvió de pulmón a una abandonada, fantasmal, fábrica de telas, que ahora se muestra como un cementerio de fierros, óxido, chatarra y agua acumulada en el piso, un infierno en el que caminar lleva, inevitable, a pisar clavos y tornillos, géneros de tela podridos. El frío húmedo del espacio contrasta con el calor de afuera, la luz es menos que tenue, casi anda a ciegas, dirigiéndose a una puerta alumbrada. Se detiene, indeciso por entrar o no allí. Felipe mueve la cabeza, con los brazos rígidos hacia adelante, apuntando, ayudándole a decidirse a que empuje e ingrese para descubrir a los capturados.

La luz del interior lo enceguece a causa de su potencia. Abre y cierra los ojos, veloz, para acostumbrarlos a la sorpresiva luminosidad que contrasta con lo anterior, con el pasillo y las puertas que se vislumbraban como tumbas de viejas oficinas. La adaptación es más rápida de lo que creía, percibe, como un Adán, mirando hacia arriba, los diferentes objetos, que nombra a medida que descubre y recobran realidad. Techo, goteras, moho, largos tubos de luz incandescentes, caños gruesos y oxidados, más de diez, recorriendo, como serpientes, el techo, bajan por las paredes despintadas, corroídas, en donde, en una de ellas, la que lo enfrenta como un destino inexorable están inconscientes, apresados, esposados en los gruesos caños, el muchacho, Esteban, y otro hombre, moreno, bestial, con rasgos aborígenes, probablemente, quien lo golpeó en el instante en que tuvo la dicha en sus manos. Se adentra un poco más reconociendo que la escapatoria de allí, en donde hay dos presos, es imposible. Felipe lo acorrala con las dos pistolas apuntando a su cuerpo rendido.

- Hasta acá llegó su investigación. Me cae simpático, por eso he decidido perdonarle la vida y explicarle qué fue lo que estuvo ocurriendo en estas horas en que usted descubrió lo que no debía, para que le vea un poco la cara al terror y aprenda a callar. Conozca a estos dos cadáveres inconscientes que representan el fin y la imposibilidad de develamiento de cualquier tema que toque a Raúl o Alberto. Cómo explicarle– sonríe burlón, Felipe, mirándolo, confidente.- Estos tipos son, eran, perdón, eran, dos asesinos profesionales, sicarios, conectados con gente tan pesada que nunca podrías levantarla ni con todas tus fuerzas. Eran rebeldes, querían delatar a quienes estaban arriba de ellos y trabajar de una nueva manera, locos.

La voz ya no es la misma, el cuerpo menos aún, está más grande, más adulto, como un superior, alguien que ha recorrido en un breve periodo más carrera que yo, un viejo, gordo y frustrado policía. Este día que se inicio en una noche de pesadillas ayer cae como plomo sobre mí. Me doy cuenta, tarde, de que no estoy para estos trotes. Observo, como saca de mí la mira, deja de apuntarme para dirigirse hacia Esteban, con seguridad y amenaza.

- Sé que entenderá, Molinedo. Estoy más allá de lo que imagina y no puedo, bajo ningún concepto, dejar que ningún policía inepto, viejo, torpe, atrape a estos que no son más que títeres. Quien está detrás de esto sabe mucho, de sus encuentros con Raúl, de que lo había contactado, él a usted. Ahora mire y después le cuento la parte más importante del caso. Pero para eso nada más quiero dos interlocutores.

Las dos armas se detonan con violencia sobre el cuerpo de Esteban que inconsciente se convulsiona y estalla en sangre, por las heridas humeantes, por la boca y los oídos. A causa de los disparos el hombre moreno, el posible golpeador, se despierta, espantado. Molinedo, boquiabierto, observa la brutalidad, la frialdad, la simpleza con que Felipe mató a la pieza clave de su ya destruido rompecabezas, ve su posible redención hecha trizas, descuartizada y destruida en esos dos certeros balazos, mientras que el otro se acerca a la bestia que retuerce su espalda contra el caño intentando liberarse, gritando e insultando con desesperación.

- Mapuche, ¿no? Calma, ya sé que es una fea forma de despertarse. La ciudad no es como la tribu de salvajes.

El hombre brutal responde, haciendo honor a las expectativas, con un brutal y descomunal rugido que provoca un temblor en el caño que lo retiene, que hace parecer sogas a las cadenas que lo apresan.

- ¡Hijo de mil puta! ¡Por qué mataste al pibe así!

Felipe mira sonriente al hombre desaforado, a la vorágine de insultos e improperios que explota, haciendo caso omiso y volviendo apuntar a Molinedo que mira todo estupefacto.

- Acá se termina su investigación. No hay más. Pero tengo ganas de seguir contándole todas esas historias que le hubiese costado años descubrir, vidas. Resulta que este animal maleducado es un asesino profesional, pero no cualquiera. Este se cargó con Alberto a un jefe militar de Mendoza que tenía tierras que habían sido de los suyos. También tenía a dos sicarios, Costas y Reyes si no me equivoco– deja correr un leve silencio que gana la atención del indio que ya no grita ni insulta.

Este qué dice, quién es… que rol juega… asesino, hijo de putasi me llego a liberar… y ese gordo callado… Costas y Reyes, te escucho, te escucho, habla.

- Así me gusta. Resulta señor Mapuche– Felipe, parado, entre medio de los dos hombres, con sus brazos extendidos en cruz apuntándoles, confiado, magnánimo, mientras que los de Mapuche se contorsionan, mueve las muñecas cortando el caño que lo apresa gracias a la fricción de las cadenas.- que quien proveyó de asesinos a Irigoiti fue su jefa, Elena. No sé si estaba enterado de que fue ella la que envió a asesinar a su familia, bajo consejo de Marta para que se les una.

…miente…miente… me quiere volver loco… miente… cadenas de mierda…

- ¡Mentís, sorete! ¡No te voy a escuchar!

- Miento, miento– canta, burlón, Felipe que se acerca a una mesa repleta de papeles, de carpetas, de archivos, de pruebas que provienen del caso Alberto, de la casa donde fue hallado el cuerpo muerto de su mentor, Raúl, que Molinedo, público principal, reconoce. – Habría que discutir filosóficamente qué son la verdad y la mentira, hace un rato el tipo que ves callado, parado ahí como un idiota pensaba que yo era un pichi, un novato y ahora no puede mover un dedo, no ves ¿cuál es entonces el parámetro de lo verdadero? ¿El yo que éste creó en su cabecita o el que ve ahora ante sus ojos idiotas? Ves estas carpetas y papeles, bueno, es documentación que comprueba lo que te digo. Alberto, cuando te acompañó a llevar adelante tu venganza, descubrió algo que le sirvió a Raúl para llevar adelante su revancha contra Marta quien le había hecho la vida imposible por años. En la oficina del milico encontró una carta firmada por ella y Elena, acá tengo el original, en donde se cierra el pacto para asesinar a tu familia y dejarle las tierras a tu pueblo. Estaba planeada la muerte de Reyes y Costas, la aceptación de ese sacrificio, la venta de sus vidas, solo te querían a vos.

no puede ser…. esto no puede ser cierto… le creo… quiero ver esas pruebas… acercate… eso me gusta… seguí que voy a comprobar todo… y ese policía, ese gordo que mira la nada, es el mismo que corrió hoy a Esteban, muerto, muerto…

- Su plan, el de Raúl intentaba sumarte a ellos, a los liquidados, para enfrentar, si sucedía la sedición, a Elena y empezar como un grupo separado, con otros métodos. Todo le hubiese salido perfecto si la mina no hubiese sido más viva, convencerte, engañarte para que los maten antes. Si te llegaba esa carta hubiese sido su gran noticia, una carta que por temor, o por determinación de su maestro, jamás te entregó Alberto. Leí la historia que venía escribiendo Raúl en diversos papeles desordenados, como para hacer una novela. Cuenta que asesinó a Marta, envenenándola mientras ustedes estaban en una misión, como a un perro, y se las tomó. No supieron nada de él, ni Alberto estaba enterado de su paradero aunque era el más nervioso. Luego narra que volvió a moverse en las sombras, hasta contactar con Alberto. Allí conoció también al muerto este, Esteban, de quien Alberto estaba enamorado. Ah, y cuenta que se juntaba a tomar con este boludo y que vos lo espiabas en el cabaret haciéndote creer que no te veía– Felipe ha dejado de apuntar a Molinedo, boquiabierto ante esa obra trágica y absurda que no comprende, para acercarse al cuerpo agitado de Mapuche, para ponerle a Excalibur cerca de la sien acariciándola con la punta de arriba hacia abajo, provocador. – ¿Sabés qué más había entre los documentos? La carta de él, muy dulce– estira su mano hacia los papeles y, como si lo hubiese ensayado hace meses, saca, de entre todo ese desorden, lo indicado y lee…

es la letra de él, de Alberto, la reconozco, la estudié… no puede ser…mierda…no puede ser…

 - “Querido amigo: debo disculparme y serte franco. Cuando fui a ayudarte, iba a buscarte para que te unas a nosotros. Era mi primera misión, pero desconocía que había una parte de la misión que se me había callado: el sacrificio de los tuyos. Al descubrir una carta de Buenos Aires, de Elena y Marta, arreglando con el milico, no pude entenderlo y callé, quizás por miedo y confusión. A la vuelta fui felicitado por traerte. Luego le mostré esa prueba, ese escrito que hallé en esa oficina del sur donde lograste recuperar tus tierras, a Raúl que me informó sobre todo lo que había planeado Marta por diversión y fidelidad a un juego criminal. Sí, Elena lo aceptó y fue quien mandó a liquidar a tu familia y yo, el cómplice fatal. Estás en todo tu derecho de odiarme y venirme a matar, pero hago esta tardía revelación para que entiendas, para que decidas unirte a nosotros que nos separamos de Elena y su grupo internacional. Queremos cambiar el laburo, nuevos modos. Deseamos tenerte junto a nosotros. Dependerá de lo que seas capaz de perdonar a un cobarde. Hasta pronto. Alberto.”

…las cadenas… las cadenas cortaron el caño… Elena, hija de puta… puedo sacar la cadena… estás al horno rubio…

- ¡Qué tierno! No te pare…- el golpe de la cabeza de Mapuche en su cara es brutal, lo noquea, lo hace caer de espaldas como muerto, las dos armas caen de sus manos. El indio se mira el cuerpo, sin entender, teniendo que mirarse por completo para reconocerse bañado en la sangre de su amigo. Mira hacia él, acariciando sus muñecas sangrantes a causa de las esposas. Esteban, esposado, con la cabeza colgando, muerto. Luego dirige la vista al asesino tirado sangrando inconsciente, a Molinedo quieto, mojado en su entrepierna. Se acerca a la carta de Alberto y los papeles.

…esto es increíble…  Elena, hija de mil puta… policía, hijo de mil puta… así que había mandado a matar a mi familia, ella… es la letra de Alberto… y estos documentos corresponden a los del archivo faltante en la oficina… son las fojas de la carpeta 55… me los llevo… la voy a esperar a esta hija de mil puta… la voy a esperar… pero no sólo… usted joven, asesino, inteligente, me va a acompañar…. venga para acá… es pesadito… y este idiota… parece un zombi…

- Discúlpeme, por el golpe de la mañana. El destino nos cruza dos veces en horas. Me llevo al muchacho que parece una enciclopedia sobre chismes del hampa nacional. Quédese tranquilo, no le haré nada a usted si no habla sobre este muerto. A mí me duele más que a nadie este silencio, pero necesito respuestas. Todos las necesitamos. Las mías son muy urgentes. Suerte.

El indio pasa a su lado, con firmeza, cargando el cuerpo inconsciente de Felipe. Francisco no puede evitarlo, está congelado, petrificado, pensando en ese final, en que ya nada tiene solución. Observa cómo se aleja el gigante con el traidor al hombro, cómo le tira su arma y se lleva la Excalibur como un trofeo, como un recuerdo soñado y perdonado, un emblema de venganza.

Elena VII


Todo se fue a la reverenda mierda. Acabo de escapar de la muerte, por poco… ¿por cuánto? Ya el pensar en huir parece absurdo. Estoy hecha mierda, física y espiritualmente, agotada. Este infierno es terrible. Victoriosa de una batalla, voy por esta ruta, pero no de la guerra, volviendo a la capital en busca de ayuda, de encontrar con vida a Esteban y a Mapuche, si siguen vivos. Los necesito para resistir y no caer sola, el Big Fish nos quiere fuera del juego del que soy parte por el sólo hecho de participar y sentirme viva, falsa, pero viva. Pensar que alguna vez llegaría a coronar y ahora todo ha cambiado, es increíble. Big Fish no nos permitirá seguir en paz, abrirnos, ni cerrarnos, nos mandará más gente. Ludovic era el mejor, pero era uno más, uno de tantos, por el mundo, por acá, por su tierra. Ellos son más, nosotros, con suerte, tres. Maldición, es todo una tragedia, mi vida, una locura; empiezo, tarde, a darme cuenta de que mis errores se alimentaban por el tedio. La venta de la agencia, de nuestra fuerza de trabajo, sólo provocó a Raúl, aconsejada por el odio de Marta quien ideó la forma de sumar a Mapuche, de hacerlo nuestro, nuestro mejor hombre, nuestra arma secreta. El método no fue el más bondadoso sin duda alguna, pero fue el único que se llevar adelante: masacrar a su familia para que nada lo atara y pudiese entregarse a nosotros como amigos y familia. Fui una mierda. Pero ¿por qué pienso en esto? ¿Intuición? Al carajo, no me tengo que estar arrepintiendo de nada, menos tener miedo. No sé siquiera si lo encontraré vivo. Malditas ansias, no puedo controlar más la situación. Debo llegar a nuestro edificio, donde el hijo de mil puta de Raúl hizo mierda a Marta, donde la envenenó y la dejó muriendo, con el cuerpo contraído, Como a un perro, esas fueron sus palabras antes de irse, antes de cruzar el umbral de la Agencia para nunca regresar en esa grabación que había visto fascinada. La traición de un tipo que había sido la mano derecha de mi viejo y quizás su único amigo, el vaciamiento de nuestros archivos de Mapuche, la historia. Esas acciones nunca las hubiese esperado, Raúl, tan muerto. Ahora estoy sola, manejando, sabiendo que no hay escapatoria posible, que Big Fish ya debe estar enterado de lo ocurrido con Ludovic, que vendrá, con otro u otros. Me siento acorralada como animal desesperado. 

domingo, 7 de septiembre de 2014

Séptima entrega

Molinedo V


Solitario siente recaer sobre él los minutos y las horas que pasan y pasaron como una enorme piedra que lo aplasta en su oscura oficina. Si bien siente aún el sin sabor de la discusión con Felipe, no puede dejar de pensar en que en poco tiempo estarán los medios en la seccional para escuchar su descubrimiento, para informar sobre una banda de sicarios en donde uno de sus integrantes fue el ejecutor del crimen de los militares que lo hundió en las tinieblas donde está encerrado. Se obsesiona con el sueño de redención, con las ansias de justicia.

De golpe la soledad es rota por la intromisión, sin anuncio, intempestiva, furiosa del Jefe de la seccional, el señor Altagracia. Molinedo lo mira y siente ver un ser marino inmenso de un metro ochenta, gordo y fornido, con traje blanco. Se va acercando con pasos que suenan como truenos, mostrando los dientes, desafiando con la mirada. Entre ellos existe un antiguo odio y Molinedo no se sorprende por ese alboroto y solo atina a observarlo en silencio. Calmo, estudia, primero, su mirada y, luego, se pierde en las grandes manos con anillo dorados que se cierran en puños amenazadores golpeando al unísono la mesa.

- ¡Molinedo y la concha de tu madre! ¡Qué mierda es todo este quilombo que armaste en menos de un día! ¡Van a venir los medios del gobierno! ¡Esto es una comisaria o un circo! ¡Explicame!

Francisco responde con pasividad y silencio, sin entender la explosión de esa voz gutural que escuchó en diferentes idiomas y siempre con la misma violencia. Altagracia, con un gesto teatral, suspira y muta, instantáneamente, su expresión de furia por otra de amistad. Molinedo queda sorprendido al ver esa actitud bipolar en el otro que saca una cigarrera con puros importados lo que le hace recordar varías escenas de policiales negros estadounidenses. Una sonrisa sarcástica se refleja en su rostro. Pone un puro entre sus finos y estrechos labios, extiende otro para Molinedo, para que lo imite mientras se sentaba el otro frente a él, falsamente amigable.

- Uno no puede negarse a un buen habano, ¿no, Molinedo? Disculpá la locura pero quiero una explicación.

- Mire, vamos por partes, desde ayer a la noche todo se convirtió en un infierno. Creo que habré dormido menos de dos horas. Pero antes vi dos fiambres de la mafia en menos de una hora. Hoy perseguí a otro y me noquearon. - Altagracia le presta una atención burlona, mientras larga un humo espeso que no le permite a Molinedo mirarlo a los ojos. – En eso descubrí, señor, Altagracia que uno de los hombres estaba relacionado con el caso que no pude resolver hace veintidós años. Al año usted fue asignado Jefe de esta seccional para siempre a pesar de sus constantes ausencias

Altagracia borra la burla y saca el habano con un gesto brusco.

- Mire, las pelotas. Todo lo que dijiste me importan dos huevos. ¿Sí? – La expresión de calma vuelve a desaparecer, otra vez, es una enorme bestia acuática que devoraría a la princesa ofrecida en sacrificio.- No quiero a los medios acá y no van a estar. Ya mandé a  Pérez a que cancele todo porque que llamaron para venir en una hora. Ya los mandó la concha de la lora. No quiero a ningún periodista, me entiende, no quiero quilombo porque ya hay bastante.

- Disculpe, jefe, pero se está equivocando en los modos. Yo no soy ese pendejo de mierda que me puso para que me hable así. Tengo los mismos años que usted acá, o más. Acepté quedarme en este purgatorio pagando mi pena por el fracaso, pero me puedo redimir y eso no puede quitármelo. Llamé a los medios para que podamos encontrar más rápido…

La lengua de Altagracia recorre los labios, sedienta y desafiante, le gusta el papel que está interpretando, la actitud del otro que propone el juego.

- Le dije que me chupa dos huevos lo que te guste encontrar. ¿Qué tenés que decirme del pibe? ¿Dónde está? No lo veo hace rato en la seccional.

- Se rajó, lo eché. Me trató de borracho, me humilló. Hace horas que desconozco su paradero y, como dice,  me chupa un huevo.

Altagracia vuelve a explotar escupiendo el puro encendido sobre los expedientes que están sobre la mesa de vidrio. Parado ya, echa un vistazo a las grandes cajas traídas por Felipe, luego mira hacia la puerta para asegurarse de que esté cerrada. Entonces, se vuelve hacia Molinedo y saca del estuche su nueve milímetros y la apoya, estirando el brazo, en la frente.

- ¡Así que al señor le chupan un huevo lo que le impongo! ¡Pero quién mierda te creés, detectivucho! A Felipe Ferreira no lo puse de caprichoso bajo tu cargo. Tampoco para que lo juzgues. Más te vale que vuelva. ¿Entendés?– los ojos rojos de Altagracia se clavan en los blancos y pequeños de Molinedo que se dilatan sin comprender la máscara violenta que lo enfrenta que le demuestra el dominio y la presión sobre el juego.- Y olvidate de todo esto, mañana te sale el pase para Provincia– pasa la palma libre sobre sus ojos de abajo hacia arriba como sacándose una careta para dar paso a otra más amenazadora.- Qué paradoja, tus trabajos geniales siempre tienen la mala suerte de apuntar demasiado alto y culminar en un gran fracaso. ¿Sos boludo o te hacés? ¿No aprendiste nada en estos tantos años de los que te engalanas?

Molinedo, ofendido y envalentonado, luego de ese último insulto y de que Altagracia saque el arma de su frente, sostiene su mirada.

- A mí me respeta cuando me habla.

La respuesta del otro se concreta en unos pasos veloces alrededor del escritorio para ponerse, cuerpo a cuerpo, frente a Molinedo para tomarlo de las solapas de la camisa y meterle el metal helado de su arma en la boca. La velocidad fue sorprendente. Molinedo no pudo reaccionar ni soltarse de sus manos. Francisco siente que todo está perdido. Recuerda los años de dictadura en que la Triple A apadrinada por el Estado funcionaba en cada cuartel para amedrentar policías que no colaboraban con “el bien del país”. El miedo a que se den cuenta de que él era de esos era enorme en esa época y, por suerte, pudo estar por fuera de toda esa violencia. Sin embargo, algunos se avivaron de ese germen que tenía como este Jefe y buscaron sofocarlo y no dejarlo crecer.

- Ya te dije que respeto un huevo. Me averiguas dónde está el pibe y lo vas a buscar. Si no, sos boleta. –Su rostro se torna amonestador.- Sus investigaciones apuntan demasiado alto ¿no se da cuenta? Recibimos órdenes de tapar el asunto. Deje de hurgar en la mierda, de hacerse el héroe, lo digo por su bien. Hay plata por su silencio.

- ¡No quiero plata! ¡No quiero callar, quiero la verdad! ¡Quiero poder despertarme mañana y sentir que lo que hice tiro para el lado de la justicia, de los buenos!

Altagracia retoma su pose burlesca al reconocer en Molinedo un patético rival y desliza un tono tierno y ambiguo en sus palabras.

- Te gusta imaginar un mundo justo, en el que hasta los poderosos paguen sus culpas, sos tan ingenuo. Buscá al pibe y le pedís perdón por lo que le dijiste, infeliz. Si no aparece, mañana, no tenés ningún traslado. Marche preso. Con nosotros no se jode.

El Jefe da media vuelta, pisa firme y se retira. Molinedo lo observaba con silencioso terror y odio. Toma el radio para comunicarse con Felipe que, por suerte, le responde, al instante, que encontró al joven que escapó y al que lo golpeó en la calle. Le pide que vaya  a una fábrica abandonada en La Boca: solo.

Anota en un papel, la dirección que le dice. Se levanta y, veloz, se pone su gabardina, tantea la petaca en el bolsillo, se pone su sombrero y, como en los viejos tiempos, sale de su oficina con alegría y el revólver a mano ignorando a los compañeros que lo miran, asombrados y despectivos, avanzar por el pasillo y dirigirse al patrullero.

Elena VI

La táctica para escapar ya estaba armada en su cabeza, ahora, dependía de su buena actuación y de una certera ejecución de movimientos para que no hubiese margen de error. Era consciente de que no estaba rodeada de perdonavidas, sino de torturadores, asesinos profesionales y sádicos. Aún así no era conveniente seguir ni una hora más allí, pues el tiempo corría vertiginoso y quería evitar la muerte. Por eso, tenía que aprovechar el caño que estaba en su poder. Lo había arrancado de la pared lastimando sus muñecas con las esposas. Ese hierro frío, escondido detrás de la pata de la silla, se convertía en su esperanza y en la herramienta para ejecutar su plan de huída. Entonces, tomando aire para comenzar, escondió sus manos detrás de su espalda como si aún siguiese prisionera y dio inicio a la actuación pateando hacia la puerta un balde vacío con una esponja dentro.

- ¡Quiero agua, tengo sed, quiero agua!

Los guardias, que del otro lado de la puerta jugaban al truco, gruñeron tediosos ante la interrupción de la hembra atada y golpeada. Se sonrieron, dejaron las cartas sobre la mesa y el menos grandote, un metro noventa, espalda de heladera, buscó las llaves para abrir el cuarto y atenderla como se merecía. Metió la llave y empujó la puerta, dándole paso, primero, al otro, un moreno de dos metros diez, brazos fibrosos y musculosos. Esta era la comitiva encargada de su cuidado hasta que Ludovic se cansara y la fuese nuevamente a visitar para continuar con el suplicio o darle, por fin, el tiro de gracia.

Elena estudió cada paso del moreno que se acercaba para levantar el balde que estaba cerca de ella y la esponja. Eran hombres duros que una persona cualquiera no enfrentaría jamás. Pero cansada, lastimada y esposada como estaba sabía que debería hacerlo, pero la angustió no sentirse cien por ciento segura de la victoria.

El moreno llenó el balde con agua de una canilla que había en la pared derecha, cerca del sitio de donde Elena sacó el caño. El hombre que ya había hecho ese proceso hace unas horas, miró desde su lugar extrañado a Elena y después a su compañero.

- Che, la yegua se movió de lugar, ¿no estaba más cerca de la canilla?

El de espaldas de heladera estudio a Elena que bajó la cabeza, luego volvió hacia el moreno, sonrió y, finalmente, volvió su rostro de nuevo hacia Elena, deseoso, pervertido.

- ¿Así que tenés sed?

El moreno, confiado, fue el primero en cometer el error de acercarse desconociendo que aunque cansada y esposada Elena no era una persona común. Cuando se aproximó a menos de un metro, su rostro fue reventado por el caño que Elena sacó de atrás de la silla con un movimiento velocísimo que no le dio tiempo de reaccionar al hombre que caía casi muerto en el piso. El grandote, sorprendido, observaba a la fiera femenina agazapada, que había salido fácil de su trampa con una energía inexplicable. Esa mujer que hace unos segundos había sido una simple cautiva se transformó, repentinamente, en una amazona con un fierro ensangrentado asido con sus dos manos como un bate de béisbol amenazando partirle la cara al moreno que dudaba en acercarse.

Desesperado a causa de que una mujer percibiese su temor, el moreno se arrojó, al tiempo que sacaba un cuchillo enorme de la funda de su cinturón, hacia Elena que se defendió de la terrible puñalada al pecho arrojando el caño, corriéndose a la derecha y atrapándole el brazo con la cadena de las esposas. Apresándolo de esa manera, giró la punta del cuchillo hacia el rostro del otro hasta clavárselo en los ojos provocando una explosión de sangre que le bañó las manos.

Sosteniendo aún al moreno que movía los brazos desesperado y gritaba como loco, oyó un disparo que atravesó el cuerpo del colgado y pasó por el flanco derecho de ella. El cuerpo del moreno cayó muerto. Elena descubrió, en la puerta, con una pistola humeante, a Ludovic que se apoyaba contra el umbral con rostro de pocos amigos, de odio y admiración. Se podía descubrir en las facciones del alemán, a quien reconoce que su rival es capaz de evitar la muerte y matarlo. Sin embargo, sonríe al ver que Elena se agitaba, destruida y que la ventaja física jugaba a su favor mientras que, por otro lado, ella soñaba con un milagro.

- Te subestimé, lo acepto. Deseaba verte en acción antes de que mueras como tus amigos de Buenos Aires. Ahora nos toca jugar. Y como soy magnánimo y caballero y no me gusta sacar ventajas– el hombre calvo con la esvástica en su frente metió su mano en el bolsillo y sacó la pequeña llave de las esposas.- Tomá, sacate eso, así nos divertimos más y parejo.

Elena sabía que esa llave que surcaba el aire entre ella y Ludovic era la esperanza que había deseado, que el abrir las esposas que la habían postrado horas atrás en la silla rota a causa del golpe provocado por el salto de su liberación. Al caer las esposas ruidosamente y poner sus brazos al costado de su cuerpo, supo que todo volvía a depender de ella a pesar del cansancio, las heridas y los dolores. Vio al otro muy confiado, lo que la hizo pensar en que si se descuidaba podía destrozarlo como a los dos inútiles guardias.

- Pero, Elena, antes de pelear quiero intimidad.

El arma, que apuntaba a la mujer, se dirigió al guardia gigante que aún se retorcía de dolor tomándose la cara a causa del golpe que Elena le había dado con el caño. Ludovic, sin titubear, abrió fuego sobre el hombre sangrante, asesinándolo, con una sonrisa de goce.

Al fin, estaban solos, con los muertos. El sádico alemán y la fiera desarmada con los brazos caídos a los lados, livianos. Ludovic la miró atento, pasó la lengua por sus labios, en dos veloces vueltas, como una serpiente. Ante la estupefacción de Elena, arrojó su nueve milímetros fuera de la habitación y sacó de su cinturón un enorme cuchillo de guerra teñido de sangre antigua.

- Sacá el cuchillo del muerto. ¿Qué te parece un duelo?


El alemán no necesitó respuesta verbal, la amazona se abalanzó hacia el cadáver, sacó el cuchillo y se arrojó con un cuchillazo de arriba hacia abajo buscando el vientre del alemán.

El hierro rozó el pecho de Ludovic que lo esquivó, veloz, saltando hacia atrás. En ese mismo movimiento, Ludovic la golpeó con el mango del cuchillo en la panza provocando que Elena cayera, sin aire, al suelo, escupiendo un hilo de sangre. Él la rodeaba al ritmo de un boxeador, mientras ella, agotada, vencida, intentaba recuperar aire, arrodillada en el piso, escupiendo, por tercera vez en el día, sangre.

- Estás cansada, con pocos reflejos.

Sin dejarse amedrentar por la burla y el provocación del otro, se volvió a arrojar para atacarlo y recibió un corte profundo en el brazo derecho cerca del hombro que manchó el rostro de Ludovic. El dolor fue terrible y este, ciego de sangre, irrumpió en una brutal carcajada, desesperada y victoriosa. Tomó el brazo sangrante de la mujer, clavando los dedos en la reciente herida, la empujó, brutal, contra la pared, haciéndola chocar de frente. Se puso detrás de ella apoyando una rodilla en la espalda y agarrándola de la cabeza la hizo chocar, repetidas veces, la cara contra la pared.

El rostro de Elena se desfiguraba de dolor y la sangre, si dejaba que se produjesen unos golpes más podría darse por muerta. Entonces se encendió su capacidad de análisis y pudo notar que el otro la estaba impulsando contra la pared sin mirar, medio ciego por la sangre y la confianza de su victoria anticipada.

- No sabés con quién te metiste. Me encarcelaron en los ochenta por haber torturado subversivos en el Proceso. Fui liberado por indulto y contratado por el Big Fish. Soy su hombre. Vos sos una asesinucha y por eso te toca el revote, morir, hasta que reviente tu cabeza a golpes.

Era el momento, Ludovic estaba ciego de soberbia, Elena debía jugar su última carta, su esperanza. En fracciones de segundos, hizo la mayor cantidad de movimientos que jamás había coordinado, excitados, sin duda, por el instinto de supervivencia y una alta adrenalina. Hizo fuerza con su cuerpo para dejarse caer, soltándose de la mano de Ludovic y frenando el impulso del choque contra la pared. Ludovic quiso volver a atraparla, pero Elena se zafó nuevamente, tirándole un puñetazo en el estómago que le hizo soltar el cuchillo. Ludovic se recuperó rápido del ataque y atrapó las muñecas de Elena apoyándola en cruz contra la pared. Fue entonces que los ojos de ella brillaron y se arrojó hacia el cuello de él, con un leve balanceo hacia adelante, para morder con furia la yugular de Ludovic, que explotó dentro de la boca de Elena que tragó y vómito sangre del hombre que caía muerto a sus pies dejándola sola y libre.

Tal vez estoy loca. Pero hay algo en mí que ama la muerte. A veces creo que la muerte soy yo misma, envuelta en una mortaja escarlata, flotando en la noche. Me veo hermosa entonces, citó de memoria, en silencio, Elena en el centro de la habitación, dentro de un charco de sangre, rodeada por tres muertos, los ojos clavados en el techo, la boca chorreando, su brazo herido, su sed de volver.