Julio I
Que espectáculo sangriento. El indio clava sus hachas,
profundas, las saca del cuerpo de Elena atada mientras intento romper la puta
manija que cede, poco a poco, para llegar al arma y terminar con esto. Ahora
toma la botella de alcohol otra vez y, como hace unos minutos, la vierte sobre
la sangre fresca donde hierve. Elena da otro alarido. La veo sufrir. Es terrible,
saca un soplete pequeño para cerrar las heridas y continuar ese juego macabro y
sádico. Lo enciende y sopla sobre la carne bañada en alcohol que comienza a
ahumarse. El indio está estirando la agonía para gozar. Esto no lo hace por
primera vez, lo leí en los documentos encontrados en el departamento del
segundo de los muertos de esta historia. Esos Costas y Reyes, los que fueron
enviados a matar a su familia fueron atrapados por él y Alberto. Los obligó, atados
con alambre de púa a un gran tronco, a que revelasen cómo habían actuado frente
a los suyos, cómo los mataron, para alimentar su odio, su sed de venganza. Cuando
terminaron, entre suplicas de piedad y llanto, les cortó los dedos de las
manos, luego la mano, luego el codo, luego el brazo, quemando, cortando,
quemando, cortando, quemando. Como ahora. Hasta que sintió que la justicia actuaba
perfecta, no paró. No sé cuánto pueda aguantar Elena, si no me suelto no tendrá
salvación, me interesa que este viva, al fin y al cabo, es mi hermana.
Elena IX
Julio II
El dolor y los gritos impedían
cualquier otro acto de Elena, viva y consciente de la tortura, deseando morir
con la certeza de que el infierno debía ser un lugar con menos sufrimiento. La
habitación olía a sangre, gas, humo y carne quemada. Los ojos de Mapuche se
clavaban extasiados en las heridas, parecía poseído. Su camisa, que alguna vez
fue blanca, estaba empapada de un rojo escarlata como su rostro y sus brazos.
- Esto me está aburriendo,
creo que vamos a ir terminando- murmuró sádico quemando la última porción de
carne sangrante debajo del seno derecho, pegándole la ropa a la piel.
Mapuche estaba en la cumbre de
su venganza, ignorando que un descuido, la caída de Excalibur, que pasó por alto a causa de la obnubilación de la
tortura y la proximidad de la muerte, era un error fatal. Con el rostro de un
demonio, acariciaba el fin y la victoria, levantando el hacha verticalmente a
la cabeza de Elena que miraba resignada la cercanía del golpe letal. Cuando el
hachazo comenzó a bajar con fuerza, de repente, las manos soltaron el arma,
cayendo a un costado. Mapuche cayó muerto sobre la mujer como una bolsa de
papas, por un balazo, certero, en el centro de la nuca.
- Listo, se terminó- sentenció
Julio con las dos manos esposadas sosteniendo a Excalibur, el arma que dio muerte a Alberto y Esteban ahora
ejecutaba a Mapuche.
Caminó, con las piernas
temblando por el esfuerzo del forcejeo que rompió las manijas, hacia los
cuerpos pegados, el hedor a carne asada y pólvora. Apoyó el arma en un costado
de su hermana y empujó el cadáver que yacía sobre ella con el hombro haciéndolo
caer al suelo. Elena quedó libre del peso, respirando despacio, con un
estertor. Con cuidado, Julio desató las extremidades rostizadas. Le levantó el
torso y la abrazó con cuidado como si fuese una niña indefensa y temerosa.
- Tranquila, Elena, tranquila, ya pasó, ya está, ya está.
Manchado con la sangre de su
hermana, Julio la apretó contra su pecho, temblorosa, con la cabeza escondida,
para observarlo. Se sentía humillada, vencida, de sus ojos caían lágrimas de dolor,
alivio, odio y resignación. Como había predicho en su viaje de vuelta: todo se
había ido a la reverenda mierda. Estudiaba sus brazos, sus piernas, su abdomen,
heridas quemadas, con tela pegada, sangre coagulada, no reconocía ese cuerpo
como suyo. Dos días atrás había sido una bella mujer, ahora su figura era la de
una sola gran herida que su hermano, un joven rubio, con las mismas facciones
del padre, que la sostenía entre sus brazos, como aquel le había profetizado
hace años que estaría cuando lo necesite.
- Como dijo el viejo, la
sangre llama la sangre. Apareciste en un momento importante, Julio. Pero tarde,
creo que bastante tarde.
Julio la separó de su pecho
para observar a esa mujer resistente y fuerte, primero con admiración luego con
lástima, pues en sus ojos descubrió lo que se ocultaba detrás de esa coraza un
ser rendido y agotado de tanta lucha por sobrevivir.
- No te rindas, no es tarde. Big Fish te
perdonará. Fuiste una fiera. Por las heridas y las quemaduras no te preocupes,
la plata para reconstruir todo no falta.
- No sé, Julio, no puedo
continuar, si supieses lo que sufrí, en estas horas, lo entenderías. Si nos
hubiésemos encontrado antes hubiese sido diferente. Pero aquí me ves, parezco
más un cadáver que una mujer, perdí todo. No se puede arreglar nada, perdí contra
el hijo de puta de Raúl. Me ganó, me demostró que solo puedo tener poder sobre
muertos y eso no es lo que deseaba.
- No digas pavadas, calculo
que papá jamás te hubiese permitido un planteo así. Él siempre quiso que seas
fuerte. En sus cartas, que enviaba a Bogotá, me contaba del entrenamiento que
llevó adelante con vos para que seas un ser frío y lo matases – respondió Julio
sosteniendo de frente con los brazos extendidos a la figura resignada que con
un último esfuerzo, se tiró veloz hacia atrás para tomar impulso y darle un
cabezazo, el segundo en el día, a Julio que cayó inconsciente.
- Nunca vas a entender, ni yo
podría explicártelo con palabras esta decisión. Pero no es simple seguir luego
de todo este infierno, luego de estar, en menos de dos días, dos veces al borde
de la muerte, una por un sádico hijo de puta y la otra por mi mejor hombre.
Maté a Alberto, a la única persona que aprecié por traición, traicioné a todos.
Alberto tenía razón al comienzo de esta locura. ¿Quién soy yo para usar esa
palabra? No doy más.
Elena miró a su derecha, en el
piso, estaba muerto Mapuche cerca de su hermano inconsciente; al costado de su
mano, brillaba Excalibur, la que
Julio había apoyado antes de empujar el cadáver del indio. Ese brillo parecía
llamarla para el final. No lo dudó. Tomó el acero caliente a causa del disparo
reciente. Lo puso de perfil sobre su nariz, entre los ojos, ¿Quién lo diría, Alberto?, el arma con la
que te maté va a ser la encargada de lo mismo para mí. Es jodidamente ridículo,
pensó mientras el arma se deslizaba lentamente hacia abajo hasta meterse
dentro de la boca. Apretaba el gatillo.
¿Ese ruido? ¿Qué mierda pasó? Dos golpes en la cara en el
mismo día, qué dolor. ¿Y Elena? ¿Ese ruido? Cuesta levantarse, me duele todo.
¿A qué me mandaron? Esto es un quilombo.
- ¡Aaaaah! ¡Elena estúpida!
Se voló la cabeza,
loca de mierda. ¿Cómo pudo hacer algo así?, todo se podía arreglar. Esto es una
locura. Todos muertos. Big Fish estará contento. Al final, padre, la visión que
me llevo de mi hermana es de una mujer sin cabeza. ¿Por qué lo hizo?,
cansancio, culpa, miedo, orgullo, quizás una mezcla de todo. Aquí todo está
literalmente acabado, no tiene sentido que me quede mucho. Me hubiese gustado
haber tenido la oportunidad de conocerte y trabajar juntos, lo poco que vi fue
brillante, tonta. ¿Dónde están las botellas de alcohol que uso este enfermo?
Ahí. Voy a mojar todos los papeles, un poco para el cuerpo del indio de mierda.
A vos Elena te quemo también para que nadie pueda reconocerte. Acá está el
soplete. Un papelito para quemar. La puerta del pasillo, el lugar rociado. Me
despediré con fuego, purificaré este antro de muerte, este templo de traición.
Aquí termina mi actuación.
Molinedo VII
Molinedo retorna absorto a la seccional, aún no puede
borrar el asesinato de Esteban, el fin de su caso sentenciado por ese maldito
Felipe a quien hacía unas horas había creído un simple novato. Le costó volver
hasta su oficina, estuvo, luego de que se fue la bestia que lo había golpeado
por la mañana, media hora congelado mirando el cuerpo esposado y muerto. Cuando
logró reaccionar, dio media vuelta y salió de la fábrica como un autómata para
dirigirse al patrullero y escapar de todo ese calvario.
Al ingresar, los compañeros lo evitan como si tuviese
una peste, pues notan en su rostro el fracaso y saben que las consecuencias que
tendrá son enormes. Cabizbajo, se dirige directo hacia su oficina y se
encierra. Estudia cada objeto del cuarto sin comprenderlo. La vorágine que se
ha desarrollado en menos de cuarenta y ocho horas, la locura en que vive desde
que ingresó en esa casa de Flores le ha mostrado la gloria momentánea para
hundirlo en el más hondo de los fracasos. Todo lo que lo rodea parece
irrisorio, los papeles en la caja, los relojes, la tele apagada, su arma
reglamentaria.
Prende un cigarrillo de los dos que le quedan. Saca la
petaca, está vacía. Sus ojos, demasiado humanos, reciben, cristalinos, el humo.
La mano tiembla, incontenible, al llevar el cigarro a la boca para inhalar
suave, sin fuerza. Afuera se retumban pasos firmes, acompasados y furiosos que
recorren el pasillo. Entonces, la puerta se abre. Empujada por un puño con
anillos dorados. Irrumpe Altagracia, voraz, grande, pesado.
- ¡Llorando, solo, como un maricón! ¿Encontró a
Ferreira?
- ¡Sí, me traicionó! ¡Cómo todos ustedes, manga de
hijos de puta! ¿Por qué me arruinaron así la vida?- responde con impotencia
ante el descubrimiento de sus humillantes lágrimas.
- Dejá de llorar, Molinedo, contestá lo que te
pregunté ¿dónde está Ferreira? Si le pasó algo la va a pasar mal – se acerca
hasta la mesa de Francisco que se levanta de su silla desafiante.
- ¡Mateme porque se lo llevó, una bestia, un indio, y
lo va a matar!- explota Molinedo indignado.
Altagracia lo mira con despreció, frunce la nariz y le
da una trompada en la mejilla derecha con fuerza descomunal. Rápido, el
atacante, se abalanza sobre él y lo aferra de las solapas al humillado para
ponerlo, como hace un rato, frente a su cara, observando con diversión la marca
de los anillos en la piel hundida.
- ¡Idiota! ¡Idiota! ¡Cómo pudiste, cómo me confié en
un inepto como vos!
- Yo no hice nada, ustedes están todos locos. Mateme
si tiene huevos, suelteme, saqué su arma y aprete el gatillo.
Ante este desafío Altagracia lo empuja contra la
silla, camina burlón, en círculos, hacia la puerta, estalla en una estrepitosa
carcajada. Del otro lado de la oficina se escuchan pasos de varias personas que
se acercan a la puerta para escuchar lo que sucede. A través de los vidrios,
entre las varillas de la cortina los ojos espían ansiosos ser llamados para
participar de esa disputa.
- ¿Pensás que me voy a manchar las manos con vos?
Molinedo, usted fue siempre tan ingenuo. Permitame contarle que sí lo
traicionamos y Ferreira está bien. Acabo de hablar con él y el indio ese, con
el que usted hablaba está bien muerto.
- ¿Cómo? ¿Cómo se salvó?
- Larga historia, no tengo tanto tiempo. Te felicito
por todo lo que develaste inútilmente, todos aquellos que podían llegar a darte
una respuesta están bien muertos. Esto es lo que sucede cuando te metés con tu
penosa linterna de verdad en penumbras que no te corresponden. ¡Entren!
Al acto, dos policías uniformados irrumpen en la
habitación y ante una seña con el índice se dirigen, directo, como ensayado y
estudiado, hacia la caja con documentación sobre el caso que horas atrás había
dejado Felipe apoyada al costado de la puerta y que Molinedo no se dignó a tocar.
- No van a encontrar nada importante, ahí. Mentiras,
¿me va a robar toda la información y me van a rajar a la fuerza? Van a
disfrazar todo esto como hace veintidós años.
- Callate la boca, Molinedo, mentís demasiado.
Perdiste. Por favor, señores, revisen el contenido de esa caja. Está demasiado
nervioso.
Al caer los primeros papeles al suelo, los dos
policías comenzaron a sacar, tomando con la punta de los dedos, bolsas con
cocaína. A medida que sacan seis kilos, muestran cada una como si fuese un
triunfo ante los ojos alegres y burlones de Altagracia, los incrédulos y derrotados
de Francisco y los decepcionados y juzgadores del público restante. Todo está
destruido.
- ¡Hijo de puta! ¡Esa caja la trajo el pendejo yo…
- Soy inocente, Molinedo, ya nos contaron muchas veces
esa historia, hecha de mentiras, como esta, ¿pero quién? ¿A quién le va a
creer, muchachos, la justicia?, ¿a un borracho fracasado o a mí? Ustedes han
visto el contenido de esta caja que revela el sucio narcotráfico que llevaba adelante
en esta seccional el señor Molinedo. Llévenselo.
Altagracia I
Big Fish I
Los policías lo
apresan, grita desesperado, fracasado. Es tan lindo ver el final de este
infeliz, ver que la justicia, esa en la que tanto creía, no lo va a salvar,
sino a hundir. Ya imagino el diario de mañana, el Clarín nuestro de cada día,
donde se mentirá e informará, que la pericia balística de la gente que asesinó
entre ayer y anteayer coincidía con su arma reglamentaria y una tal Excalibur
un fetiche que le robó a uno de los montoneros que habían acribillado a balazos
a varios milicos hace veintidós años. Actuó como asesino, liquidando a tres
hombres y una mujer para tapar sus chanchullos. Puedo leer, también, mi
declaración, en pérfidas letras de imprenta, “Estamos apenados a causa de
develar esta mancha para nuestras fuerzas, pero sepan que una oveja negra,
descarriada del rebaño, no puede mancillar el esfuerzo que hacemos, día a día,
para combatir este tipo de actos. La corrupción nos atañe a todos, por suerte,
la hemos descubierto y expulsado de nuestra propia casa. Las investigaciones
que este hombre abrió para tapar sus asuntos se han cerrado y se ha premiado al
cabo Felipe Ferreira por su trabajo heroico en el caso.” Lo imagino entrando en
la prisión, con hombres hambrientos de venganza contra la Federal, entregado a
las fieras que no desconocerán que es policía porque a varios los metió presos
él. Lo imagino leyendo ese diario, porque se lo voy a hacer llegar, en donde
tendrá escrito de mi puño y letra “Los que buscan con esfuerzo la luz
encuentran fácilmente la oscuridad, los que entablan relación con la última,
sobreviven o se sumergen en ella, la disfrutan”. Va a ser tan grande el
infierno y los días de terror que vivirá allí que solo podrá elegir la
inevitable decisión. Lo imagino, en su celda, colgado de un caño, con una
sábana, rodeándole el cuello. Mientras tanto seguiré moviéndome en las aguas
turbias del crimen y el dinero como un gran pez pues la justicia actúa siempre
a favor del ejecutor de la obra. Siempre será así Molinedo, yo soy el jefe de
jefes de policías y asesinos y usted un infeliz.